Francia

Sostener el pacto constitucional

En la actualidad política hay dos propuestas sorprendentes: por un lado, la que proyecta la salida de España de algún territorio nacional, y por otro lado, la que propugna la instauración de una España federal, es decir, de una nación creada a partir de la cesión parcial de soberanía, por parte de territorios que se supondrían soberanos, y que podrían volver a separarse, cuando sus ciudadanos lo tuvieran por conveniente.

Ninguna de las dos propuestas es viable, sin que el pacto constitucional deje de existir, con las inevitables e imprevisibles consecuencias de tan trascendental suceso. La Constitución española puede ser reformada, y ello en casi todos los aspectos. Se pude instaurar la República, de hecho así ha ocurrido en dos ocasiones de nuestra historia. Se pueden crear o disolver las autonomías, y de hecho, hasta 1978 no las hubo. Pero hay una única modificación que no se puede adoptar: disolver España, esto es, hacer que España deje de existir.

Todo el ordenamiento jurídico español, todas las normas, todas las leyes, todas las instituciones, todos los poderes, toda la autoridad, toda la legitimidad, todos los derechos y todos los deberes, tienen un solo y único fundamento político, sin que haya absolutamente ninguno más: la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles. Nada más. Ya podemos invocar doctrinas, consensos, pactos, acuerdos, convergencias, intercambios, complicidades, comisiones internacionales. Todo sería inútil. Si se rompe la indisoluble e indivisible patria española, todo, absolutamente todo, se derrumba. Las Cortes españolas no tienen, ni han tenido, ni tendrán jamás, ni autoridad ni legitimidad para disolver España, ni para alterar su unidad, ni para determinar que ella deje de ser nuestra única y sola patria común. Si tal hicieren, no solo se arrogarían unas facultades que no les han sido jamás otorgadas, sino que se disolverían en el mismo acto, porque estarían proclamando que el único fundamento de su autoridad, habría dejado de existir. Sería como si el Constituyente tuviera un arma en la mano, se disparara en la sien, y luego pretendiera empezar a hacer discursos.

No es tan extraño lo que afirmo. En muchos países se proclama, expresamente, que los principios básicos de la nación misma son irreformables, lo que aquí se ha hecho de modo implícito. La Constitución francesa sostiene que la forma republicana es irreformable (artículo 89 de la Constitución). Lo mismo proclama la Constitución italiana (artículo 139). Noruega afirma, implícitamente, que la forma monárquica es irreformable (artículo 112 de la Constitución). Por lo tanto, ningún parlamento francés puede, ni podrá jamás, restaurar la Monarquía, por lo que la Real Casa de Francia es un mero recuerdo de tiempos fenecidos. Pero nada más. Jamás volverá a haber Monarquía en Francia. Antes dejará de existir Francia como nación.

Aquí no somos tan maximalistas como los galos o los ítalos. El pacto constitucional sólo previó, como condición insoslayable de la Transición, que no se tocara una única realidad: la existencia de una nación indisoluble e indivisible, a la que llamó, sin más títulos, España.

Naturalmente, hay otro proyecto inviable: que España se desintegre, porque una parte de la Nación deje de serlo. La condición indivisible de la Nación veda, en términos absolutos e indiscutibles, y además para siempre, tal posibilidad. No es posible, por tanto, negociar, de ningún modo y a ningún efecto, la salida de una parte del territorio de la nación. Si tal se hiciera, las partes pretendidamente negociadoras, carecerían de la más mínima autoridad y legitimidad para hacerlo, porque estarían acordando la disolución de España, en un acto de manifiesta deslealtad al pacto constitucional, acuerdo máximo y original, que sostiene, en solitario, toda autoridad política.

Por lo tanto, el campo es amplísimo para emprender, con arreglo a lo previsto en el título X de nuestra Carta Magna, cualquier modificación que alcance los dos tercios de ambas Cámaras parlamentarias, en dos legislaturas sucesivas, amén de obtener la ratificación refrendaria popular. Pero lo que no es posible, es hacer que España deje de ser una nación o que se desintegre, porque nuestra patria no puede disolverse ni dividirse. Eso sería tan absurdo como pretender deshidratar el agua, o como establecer que la Fuerzas Armadas no pudieran recurrir a la fuerza de las armas para defenderse. Las Cortes españolas, como el Gobierno, como los partidos, como todas las autoridades y ciudadanos, han de sostener, desde la lealtad a España, el pacto constitucional, cuya legitimidad proviene de la realidad política de una nación única e indivisible, patria común de todos los españoles, de la cual nuestra Constitución es el más alto y fiel exponente.