Cristina López Schlichting

Suicidios

La Razón
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El ahorcamiento de Chester Bennington, vocalista de la banda de rock Linkin Park, ha sido el último de una tremenda serie de suicidios que nos ha sobresaltado este verano. Bennington, que deja seis hijos de dos matrimonios y que apenas tenía 41 años, replicaba la acción de su amigo Chris Cornell, líder del grupo Soundgarden, que también se colgó hace dos meses en un hotel de Detroit, a los 52. En España, Melania Capitán y Miguel Blesa se han quitado la vida con sendas escopetas. Ya parece claro que el financiero planificó cuidadosamente un par de cosas impropias de un cazador experimentado como él: llevar un arma cargada en el coche y acudir a un coto sin ropa ni enseres de caza. Buscaba en Sierra Morena un lugar donde evitarle a su viuda el hallazgo del cadáver. A su vez, Mel Capitán, una bella y conocida cazadora y bloguera se disparaba en una granja de Huesca. Tenía 27 años.

Siempre se han producido suicidios y, en la medida de lo posible, los periodistas hemos evitado hablar de ellos. Habíamos constatado en las redacciones un peligroso «efecto llamada», en especial cuando se trataba de jóvenes. Recuerdo un terrible período de chicas saltando desde el viaducto de Madrid. Ahora, sin embargo, empiezo a dudar de la eficacia de este silencio. Todos tenemos en nuestro entorno noticias de chicos que desaparecen de casa, preocupan a un barrio entero y finalmente aparecen muertos tras arrebatarse la vida. Empieza a ser habitual algo infrecuente en el pasado.

La condena social de los suicidas era injusta. Que se les negase la sepultura en tierra sagrada, por ejemplo. Pero entretanto hemos llegado al extremo opuesto: eliminado el tabú, tampoco quedan frenos. Los cambios culturales han propiciado que las personas se quiten la vida haciendo uso de una supuesta libertad que nos debilita frente a la muerte en lugar de fortalecernos.

La esperanza de la inmortalidad tiene curiosas influencias en la vida de aquí abajo. Los creyentes no quieren arriesgarse a una eternidad desgraciada. Y, si es raro que un padre o una madre abandonen a sus hijos matándose, o que un hijo dañe de ese modo a sus padres, cuando la perspectiva es infinita, la percepción del daño se agranda ostensiblemente. En cambio, en el pensamiento secular, si te mueres desapareces. Ni percibes el dolor de los que se quedan ni mermas tu mérito. En esta nueva perspectiva, da igual la cobardía del suicida que el valor del que lucha por la existencia. Una sociedad nihilista tiene poco que proponer a la persona profundamente triste o derrotada. Alguien que se ha arruinado, o que lo ha perdido todo, o que ha incurrido en graves condenas judiciales o que, simplemente se ha cansado de vivir, tiene hoy pocas razones de peso para aguantar el sufrimiento. A mí no me extraña que cada vez más gente se quite de en medio. Si redescubriésemos que la vida es un bien eterno ganaríamos, además del cielo, mayor fuerza para vivir aquí abajo.