Alfonso Ussía

Tapies y el Huerto de la abuelita Dorotea

La Razón
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Para mí, que la nueva cocina es como los cuadros de Tapies. Una mera falta de formalidad para que los tontos aflojen su cartera en pos de elogios a su sensibilidad. Días atrás tuve el honor de probar una obra de arte de la gastronomía del siglo XXI. La denominación del plato es como una novela de Follet, el pelmazo de las catedrales. «Los Macarrones Compactos a las Siete Delicias del Huerto de la Abuelita Dorotea». Se levantó una mañana la abuelita Dorotea y pensó: –«Voy a plantar las delicias para que mis nietos inventen los macarrones compactos y engañen a los lerdos de la Cocina de Autor». Se trata de macarrones sin agujeros. El agujero y el macarrón son inseparables. Un macarrón sin agujero es un cilindro de pasta, pero no un macarrón. Destroza la sabia teoría de Ambrose Bierce, vigente hasta la fecha en la que escribo: «Macarrones: Un alimento italiano en forma de tubo delgado y vacío. Está formado por dos partes; el tubo y el agujero, siendo esta última la única parte digestible».

Coincide la RAE en la imprescindible presencia del agujero para que un macarrón puede ser considerado como tal: «Pasta alimenticia de harina con forma de canuto». Un canuto sin agujero es un canuto, como poco, creado con desinterés y falta de respeto. Probé con ilusión los «Macarrones Compactos a las Siete Delicias del Huerto de la Abuela Dorotea», y he permanecido dos días en observación con un principio de oclusión intestinal. Por otra parte, el restaurante se ubica a muchos kilómetros de la huerta de la abuelita Dorotea, que es huerta feraz y jugosa sita en la falda sur del monte Igueldo, mientras el restaurante abona sus impuestos municipales en un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme. Una estafa. En esto de la gastronomía moderna hay un gran talento para el engaño. Un crítico gastronómico –algún crítico gastronómico se caracteriza por no criticar nada y comer de gorra allá donde se presente–, presumía de una perspicacia perdicera de premio. Le servían una perdiz a la toledana. Pechuga y dos muslitos. Probaba de un muslo e inmediatamente del otro. Y con una expresión beatífica sentenciaba. «Esta perdiz solía apoyarse y darse impulso con la pata izquierda, que es mucho más sabrosa que la derecha». Siempre acudía a los restaurantes acompañado de su esposa, una hermosa mujer que metabolizaba lo que engullía o rumiaba con una precisión asombrosa. Se mantenía guapa y juncal, y era conocida en la zona de los Montes de Toledo como «La Interpol». Para su esposo, el crítico gastronómico, se le decía así por su enorme sagacidad, pero en realidad era conocida como la célebre organización policial por llevar en sus pechos el archivo más completo de huellas dactilares de los hombres de una comarca europea.

Los defensores de la Nueva Cocina o peor aún, de la Cocina de Autor, quieren convencernos de que se trata de una dimensión diferente de la cocina tradicional. En efecto es diferente. Y mucho más cara para el consumidor. Un «Culito de zanahoria sobre lecho de lombardas con salsa al extracto de café acompañado de un sorbete de tiramisú» cuesta un congo. Un plato de cocido lebaniego o madrileño, un solomillo, un cordero, o una perdiz que se apoye indistintamente en las dos patas para iniciar la carrera o alzarse en efímero vuelo, no tienen nada de arte. Como la tortilla de patatas o los huevos encapotados con bechamel. Ni tienen arte ni arruinan al consumidor, que presume de haber pagado cien euros por una «rodaja de kiwi caramelizada con tuétano de vaca limusina alimentada de pastos naturales de Pravia».

Le pregunté a un orgulloso propietario de un cuadro de Tapies. ¿Qué cualidad destacas en la pintura de este buen hombre? Y me respondió de inmediato. «La sensibilidad». El lienzo que admirábamos en su casa consistía en lo siguiente. La parte alta de la pintura era «beige». El tramo central, «beige». Y el faldón inferior, «beige». Una sinfonía «beige» de dos por tres metros. –«Lo compré prácticamente de saldo a un empresario de Cadaqués arruinado. Un millón de euros». Un millón de euros de sensibilidad «beige».

Sería muy de agradecer que Tapies creara la vajilla para ofrecer en su sensibilidad «beige» los macarrones compactos a las siete delicias del huerto de la abuelita Dorotea, que dicho sea de paso, puede irse a tomar vientos cuándo y cómo le venga en gana, a remo o a motor, y preferentemente en la coincidencia natural de una marea viva en su punto de altura culminante con un galernazo del norte. Y puedo asegurar que no conozco personalmente a la abuelita Dorotea.

Y a Tapies, mi cordial enhorabuena.