José Luis Alvite
Tarde de furia con Líster
A veces a los españoles nos ocurre con la aplicación de la Ley que deseamos que se administre con la máxima dureza para permitirnos luego una actitud de compasión hacia el condenado, igual que el tipo que castiga con excesivo rigor a otro lo hace ocasionalmente para permitirse a continuación el caprichoso lujo moral de la magnanimidad. Estamos ávidos de culpabilidad y de escarmiento, ansiosos por degustar el inefable placer que encontramos en la reparación del delito cuando, por su rapidez y contundencia, la Justicia se parece a la venganza. Cada vez que nos agruparon la codicia, el miedo o la furia, y hubo copas de por medio, hemos sido históricamente aficionados a la turba y al saqueo, al somatén y a la horda, a la saca aleatoria y al linchamiento sumarial. Quienes vivieron la Guerra Civil y sus dolorosas postrimerías, supieron que la única relación posible entre la cultura y la furia era conducir la cuerda de presos por el campus universitario para fusilarlos al amanecer en el paraninfo. Así de áspero y criminal me pareció el general Enrique Líster aquella tarde de verano en la que hablé varias horas con él en su casa natal cerca de Compostela, recién regresado del exilio. Contaba la guerra como si aún mandase en ella y estaba tan congestionado que parecía que fuese a hacer de vientre por el rostro. Reconoció su furia militar sin inmutarse y me hizo notar que en la conciencia de alguien así, ebrio de matar, el remordimiento es siempre menos probable que la resaca. «Al soldado que retrocediese ignorando mis órdenes de aguantar la posición, personalmente le disparaba un tiro en la cabeza», dijo sin que se alterase la madera funeral de su rostro. Hablaba con cierta entonación afrancesada y le olía el aliento a una mezcla de coliflor, acetileno y tanatorio. Me dio un buen reportaje y me descompuso el vientre. Supongo que sobre su cadáver incluso habrá vomitado la muerte.
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