M. Hernández Sánchez-Barba

Teresa de Cepeda y Ahumada

Nace en un pequeño lugar muy cerca de Ávila, Gotarrendura, el 28 de marzo de 1515; muere en Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582. Su padre, Alonso Sánchez de Cepeda, lo fue de diez hijos con su segunda esposa, Beatriz Dávila de Ahumada; Teresa fue la tercera. Pasó la juventud rodeada de hermanos, leyéndoles novelas de caballerías, entre la contemplación espiritual, la acción en el horizonte del Nuevo Mundo, donde murieron tres de ellos, y la escapada en busca del martirio, acompañada de su hermano Rodrigo, en tierra de moros. Su padre vivió como un hidalgo de la Castilla severa y recia, recto y piadoso, exigente en los valores espirituales; descendía de un rico toledano de origen judío, un «converso reconciliado», como toda su familia, tras un proceso inquisitorial. Así eran muchas familias de la España del siglo XVI. Teresa de Cepeda y Ahumada vivió ausente de cualquier problema derivado de estas circunstancias, sin manifestar nunca en su conciencia ningún sentimiento de exclusión.

A los veinte años de edad, acompañada por uno de sus hermanos, ingresó en el Carmelo de la Encarnación de Ávila; su padre se oponía a su proyecto porque ¿no quería perder a su hija predilecta? La separación fue traumática. Tomó hábito el 2 de noviembre de 1537 y profesó el 3 de noviembre de 1538. Pronto comenzaron los síntomas de la enfermedad que ella llamó «mi parálisis», fue un profundo desgarramiento psicosomático. Cuando murió su padre la víspera de la Navidad de 1543 se agravó y todavía pasaron más de diez años, un tiempo prolongado, para pensar en una reconversión. El franciscano Bernardino de Laredo, autor de «Subida del Monte Sión», contribuyó extraordinariamente a su vuelta a la fe. «Las Confesiones» de San Agustín la marcaron profundamente. Consultaba a dominicos, jesuitas, franciscanos. Ignoraba el latín y cuando en 1559 el inquisidor Fernando Valdés publicó, como una de las consecuencias del Concilio de Trento, su «Índice», temiendo la lectura de la Biblia en lengua vulgar y reservando los comentarios a los clérigos autorizados, es cuando Teresa acentuó sus meditaciones y comenzó a percibir palabras sobrenaturales de Cristo que ella oía en su alma, pidiéndole que no hablara más con los hombres sino con los ángeles. Lo cuenta en el «Libro de su vida», donde relata «cosas grandes de su existencia». Los rumores y acusaciones de comercio diabólico y de iluminismo le obligaron a retirarse al convento de San José de Ávila.

Su convento primero, La Encarnación, acogía en 1560 más de cien religiosas y aumentaba sin cesar; ciento cincuenta en 1567. En 1571 La Encarnación la aceptó e impuso como priora. Es entonces cuando comienza lo más significativo de sus obras, que marcaron con rotunda profundidad la prosa del siglo XVI español, la más original de la época; una prosa espontánea, cargada de emoción, indiferente a la lógica gramatical. Como escribe ella misma: «Escribo como hablo; tornar a leer yo jamás lo hago». Crea de ese modo su propia prosa espontánea, cargada de íntima emoción y de fervor ascético, dando vida a los términos abstractos de su vocabulario.

Sus obras han sido calificadas en los manuales literarios en tres grandes sectores: obras autobiográficas, obras ascetico-místicas y poesías. Destaquemos «El camino de perfección», que comenzó a escribir a finales de 1562; es una obra ascética, con la que pretende mostrar a sus monjas la perfección de la vida monástica, pero al tiempo es una incitación a todos para la acción y la lucha a favor de la reforma. La experiencia mística la expuso en su obra cumbre «Las moradas» o «Castillo interior» (1588), una de las más importantes de la literatura religiosa universal. Se considera como el verdadero «Órganon» de la mística católica y por ella Santa Teresa se constituye como la cumbre de la mística europea. En estas obras puede encontrarse un delicioso castellano coloquial, escrito con espontaneidad, porque es una prosa simple, sin adornos, con el descuido de la lengua hablada y popular. Nunca escribió para publicarlas, sino que lo hizo a requerimiento de sus confesores, expresando sus experiencias como un formidable hontanar de fe profunda para guiar no sólo a sus monjas, sino a todo el pueblo que desease aprovechar sus propias experiencias en el camino de la vida.

En sus incesantes viajes, en su acción fundadora, en la luminaria de su fe, en la ardiente prosa de sus escritos está la doctora de la Iglesia, que en el tiempo largo y cielo claro de Castilla, denso de virtud histórica, después de tanto trabajo, el 4 de octubre de 1582, hacia las nueve de la noche, cerrando los ojos, con una descansada expresión de felicidad, muere en las parameras castellanas.