Antonio Cañizares

«Testigo de la verdad»

Hoy 6 de agosto, al caer la tarde, se cumplen 36 años de la muerte de Pablo VI, un Papa grande y audaz, testigo valiente del Evangelio, que pronto, el próximo 19 de octubre, será beatificado. Era, aquel día, domingo, fiesta, además, de la Transfiguración del Señor, y, de alguna manera, la del propio Papa Montini, hombre sobre todo de fe, defensor y fiel transmisor de la fe, impulsor y propagador de la fe en medio de la modernidad, y «mártir» de la fe y de la verdad, a quien tanto debemos, que tanto quiso a la Iglesia y que tanto sufrió por todos. Quiso que su vida «fuese un testimonio de la verdad para imitar así a Jesucristo». Entendió por testimonio «la custodia, la búsqueda, la profesión de la verdad». Fue el Papa a quien correspondió la misión de proseguir y llevar a puerto las labores del Concilio Vaticano II, convocado e iniciado por el Papa «Bueno», San Juan XXIII, para promover la gran renovación de la Iglesia, fortalecer la comunión en el seno de la Iglesia y la unidad entre los cristianos, entablar un diálogo sincero y constructivo con el mundo y el pensamiento contemporáneo, con otras religiones y suscitar un gran dinamismo para que la Iglesia se hiciese presente en el mundo, o mejor hiciese presente en el mundo a Jesucristo. A él le cupo, al finalizar el Concilio, la difícil y arriesgada tarea de impulsar su aplicación y ponerlo fielmente en práctica, para renovar, fortalecer y hacer crecer a la Iglesia.

Me gusta recordar que mes y medio antes de morir, en la última fiesta de San Pedro que celebraría aquí, presintiendo quizá el momento de su partida, hizo balance de su ministerio: «He aquí el propósito incansable –dijo–, vigilante, agobiador, que nos ha movido durante estos quince años de pontificado. «Fidem servavi» («guardé la fe»), podemos decir hoy, con la humildad y firme conciencia de no haber traicionado nunca la santa verdad. Recordemos, como confirmación de este convencimiento y para confortar nuestro espíritu que continuamente se prepara para el encuentro con el Justo Juez, algunos documentos del pontificado que han querido señalar las etapas de este nuestro sufrido ministerio de amor y servicio a la fe y a la disciplina».

¡Qué gran don de Dios para la Iglesia fue el Papa Pablo VI, un «pastor conforme al corazón de Dios»! Cuánto necesitamos del testimonio y del aliento de este testigo singular y básico de la fe, de este servidor apasionado y verdadero «mártir» de la fe en los momentos que vive el mundo, cuya necesidad más honda, más urgente y apremiante no es otra que la fe misma. Momentos cruciales para la Iglesia, llamada, sobre todo y por encima de todo, a anunciar el Evangelio, a meter, a inyectar en las venas del mundo, de la historia, de los hombres, la «sangre», la fuerza vital y vivificadora del Evangelio de Dios, del amor de Dios y de salvación, para que surja una humanidad nueva hecha de hombres nuevos con la novedad de la vida conforme a este Evangelio, el de la fe verdadera que da fundamento al hombre y lo renueva desde su más profundo centro.

Es providencial que su beatificación sea tras la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II: los tres forman una unidad con el Vaticano II, «nuevo Pentecostés de nuestro tiempo».

Necesitamos conocer más y mejor a este Papa que estuvo para servir y dar su vida por todos. Se le conoce quizá poco, y, sin embargo, deberíamos conocerlo más y mejor porque es tan rica su enseñanza, tan orientativos y sabios sus escritos, tan actual y vivo su magisterio, tan luminosa su palabra y tan ejemplar su vida, tan empeñativos y tan significativos sus gestos y propuestas en pro de la paz, del desarrollo y progreso de los pueblos, de la familia, tan fundamental cuanto dijo e hizo para centrar nuestra vida en Dios y superar la secularización tan lacerante que padecemos tanto tiempo. Si tal conocimiento fuese mayor y mayor también la identificación con su persona y su legado, estoy seguro de que la Iglesia en nuestros días y el mundo de hoy se verían altamente favorecidos y mejorados. Fue un profeta en muchas cosas, por ejemplo, en la visión que nos proporcionó en su encíclica «Humanae Vítae», tan necesaria en nuestros días y de tan largo alcance para el futuro de los hombres. Esta encíclica profética ha marcado una etapa nueva y esperanzadora sobre la vida y su transmisión, y en ella «se subrayan los fuertes vínculos existentes entre la ética de la vida y la ética social» (Benedicto XVI). O, por ejemplo también, sus alocuciones y discursos del «Año de la Fe de 1967», en los que nos habla de Dios frente al drama de nuestro tiempo, el humanismo ateo, con una fuerza y una clarividencia que hoy necesitamos como nunca. En todo nos lleva a la gran cuestión: la fe. No en balde nos dejó el credo del Pueblo de Dios (1968), uno de sus principales escritos, «para recordar, para reafirmar, para corroborar los puntos capitales de la fe de la Iglesia misma, en un momento en que fáciles ensayos doctrinales parecían sacudir la certeza de tantos sacerdotes y fieles, y requerían un retorno a las fuentes. Gracias al Señor, muchos peligros se han atenuado; no obstante frente a las dificultades que hoy debe afrontar la Iglesia, tanto en el plano doctrinal como disciplinar, seguimos apelando enérgicamente a aquella sumaria profesión de fe, que consideramos un acto importante de nuestro Magisterio pontificio; porque sólo con fidelidad a las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia, transmitidas por los Padres, podemos tener esa fuerza de conquista y esa luz de la inteligencia y del alma que proviene de la posesión madura y consciente de la Verdad Divina...; ha llegado el momento de la verdad, y es preciso que cada uno tenga conciencia de las propias responsabilidades frente a decisiones que deben salvaguardar la fe, tesoro común que Cristo, el cual es Piedra, es Roca, confiado a Pedro, Vicario de la Roca, como le llama san Buenaventura» (Pablo VI). Palabras claves de un sucesor de Pedro que definen su pontificado, que agradeceremos siempre. Volveremos sobre esta egregia figura, tan decisiva en nuestro tiempo, de quien tanto hay que aprender; impulsor decidido y luz de la nueva y urgente evangelización del mundo moderno.