José Antonio Álvarez Gundín
Títulos devaluados
El licenciado aquel que reclamó compasión contando su triste historia como fregona de váteres en Londres, pese a sus dos carreras, reveló sin pretenderlo un secreto a voces: que muchos de los títulos universitarios españoles están tan devaluados que apenas si sirven para decorar las paredes de casa. Lo acaba de certificar un estudio de la OCDE, según el cual un alumno japonés de secundaria tiene un nivel de competencia similar al de un universitario español. Como no parece que los bachilleres japoneses destaquen especialmente en los informes PISA (los coreanos les dan cien vueltas), habrá que concluir con amargura que la Universidad española se ha convertido en una especie de Instituto bis en los que los estudiantes demoran su adolescencia en tanto les llega la edad de apuntarse al paro.
El mismo informe de la OCDE desvela también que el 30% de los titulados españoles, unos 70.000, está empleado en trabajos de inferior cualificación, es decir, que no habría necesitado estudiar cinco años para terminar sirviendo copas o despachando en el súper del barrio. Lamentable, sí, pero ¿no será que esos títulos en realidad no poseen el valor que se les atribuye, como los billetes devaluados que a veces no valen ni el papel en el que están impresos? La cuestión, en suma, es si la Universidad no estará estafando a miles de alumnos impartiendo una enseñanza de baja calidad y ofertando carreras hacia ninguna parte. De la mediocridad del profesorado ya teníamos noticia por los ranking internacionales, en especial el de Shanghai, en los que no figura ni una sola universidad española entre las 200 primeras. Los claustros son, en realidad, camarillas que administran egos, ventilan rencillas y se reparten prebendas. Enquistados en sus autonomías y al calor del poder autonómico, pues cada uno quiere tener una Universidad más grande que la del vecino, carecen de ambición intelectual, diseñan a su medida titulaciones para dos docenas de alumnos y despachan las sucesivas levas estudiantiles con la desgana de los aprobados generales. Los rectores, en vez de liderar proyectos educativos de excelencia, consumen los días gimiendo por más dinero público. Si los campus españoles fueran competitivos y fiables, atraerían más colaboración privada, pero carecen del motor que impulsa a otras universidades, como las de EE UU, a ser las mejores del mundo: la competitividad. La permanente evaluación de los resultados, la persecución incesante de lo mejor, la superación de un curso sobre el anterior. Por eso ninguno de sus alumnos termina limpiando inodoros ni se sienten estafados por unos títulos devaluados.
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