Alfonso Ussía
Todos a chirona
Los «progres» poco leídos terminan siempre recordando con severidad la dura ley contra los «Vagos y Maleantes» del franquismo. Una ley, en la que en efecto, cualquier ciudadano podía ser empapelado, juzgado, condenado y enviado durante una temporada a la cárcel o a un campo de trabajo.
Algún párrafo de la Ley de Vagos y Maleantes, de estar en vigor hoy en día, causaría pavor a muchos de sus lectores. Lo primero que hay que aclarar antes de transcribir textualmente el párrafo en cuestión, es que la Ley franquista de Vagos y Maleantes no fue una Ley franquista. Franco la mantuvo. Su inspirador se llamó Manuel Azaña, y fue aprobada por mayoría abrumadora de las izquierdas por las Cortes Constituyentes de la República, y firmada y promulgada el 4 de agosto de 1933.
Es posible que algunos de los que enarbolan orgullosos en manifestaciones varias la efímera grímpola tricolor desconozcan el origen de esa Ley de Vagos y Maleantes que tanto les ha molestado durante decenios por el mero hecho de creerla franquista. Quizá, enterados de que es obra inspirada, defendida y generosamente votada por socialistas y comunistas, el entusiasmo por la que ellos denominan «Bandera de la Libertad» mengüe considerablemente. Sucede que aunque la lean van a seguir en sus trece, porque nada hay más adverso a la inteligencia y la interpretación de las palabras que la incultura y el fanatismo.
La Ley de Vagos y Maleantes redactada por orden de Manuel Azaña, Presidente de la República Española, ídolo de la retroprogresía y de la mansedumbre intelectual de nuestras izquierdas de salón, decía entre otras cosas: « Vagos habituales, rufianes y proxenetas; los que justificaran la posesión o procedencia del dinero u otros efectos, los mendigos profesionales o los que vivan de la mendicidad o exploten a los menores, enfermos mentales o lisiados; los ebrios y toxicómanos; los que para su consumo inmediato suministren vino o bebidas espirituosas a menores de catorce años en lugares y establecimientos de instrucción o en instituciones de educación e instrucción, y los que de cualquier manera promuevan o favorezcan la embriaguez habitual; los que ocultaren su verdadero nombre, disimularen su personalidad o falsearen su domicilio o tuvieran documentos de identidad falsos u ocultaren los propios; los extranjeros que quebranten una orden de expulsión del territorio nacional; y los que observen conducta de inclinación al delito, manifestada por el trato asiduo con delincuentes y maleantes, por la frecuentación de los lugares donde estos se reúnen habitualmente; por su concurrencia habitual a casas de juegos prohibidos y por la comisión reiterada y frecuente de contravenciones penales». Manuel Azaña.
Una ley tan progresista y de izquierdas, gloria legislativa de la Segunda República, texto del bondadoso «padre» – «los tiros a la barriga»– de los afanados en recuperar la Memoria Histórica –esta Ley se les ha traspapelado–, nos hace a todos los ciudadanos españoles de hoy sospechosos de ser terribles delincuentes. Una frase es concluyente: «Aquellos que observen conducta de inclinación al delito». Es decir, que el progresista Azaña no precisaba de la comisión de un delito para que la Justicia actuara, sino la mera «inclinación» convertía al inclinado en vago, maleante y preso.
Esta Ley, que popularmente fue conocida por «La Gandula», de estar hoy en vigencia, nos metería a todos en chirona. Nada de particular. A todos menos a socialistas y comunistas, claro está, que fueron sus vibrantes defensores. Descanse en paz, don Manuel. Y besos a los «buenistas», muchos besos.
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