Sabino Méndez

Todos los sonidos del mundo

La Razón
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En nuestros tiempos, la idea de una obra musical no sólo implica la existencia de unos músicos que la hayan interpretado y un compositor que previamente la inventara, sino también de un productor que la grabe. En el cine, el productor es una figura conspicua pero siempre más técnica que artística; por importante que sea, no deja de ocuparse de cuestiones logísticas y reunir dinero. En el campo musical, en cambio, la figura del productor se parece más a la del director cinematográfico. Generalmente es quien tiene en su mano el botón del poder definitivo: el botón del nivel de volumen. Eso significa que, igual que Ford Coppola nos decía con la cámara qué cosa teníamos qué mirar, George Martín, con los potenciómetros de la mesa de sonido, nos resaltaba lo que valía la pena escuchar de cada canción. Hubiera estado, por tanto, moralmente legitimado para reclamar creativamente la misma atención y mitomanía en su torno que un Lennon o un McCartney: o sea, reivindicarse como un Beatle de pleno derecho. Pero Martin sabía que una de las cosas que distinguen en el terreno musical a un buen productor es su discreción. Como buen profesional, estaba obligado a conocer su lugar y nunca olvidar que, en la mitología musical de consumo, siempre debe dar la sensación de que quién ha dirigido la película es el actor principal. Algo así como si imagináramos que lo que va pasando en una película se le va ocurriendo a Harrison Ford sobre la marcha a medida que se rueda el film.

Existe además una proeza técnica que, por histórica, puede darnos una medida del talento de George Martin. En las grabaciones musicales cada instrumento se registra por separado en una cinta diferente (llamadas pistas) y luego se equilibran sus volúmenes en la mezcla definitiva. Actualmente, gracias a la digitalización, los músicos disponemos de cientos de pistas en una grabación, con lo cual si quisiéramos podríamos meter en una canción todos los sonidos del mundo. Pero en la época de Martin la tecnología analógica solo posibilitaba cuatro pistas. Basta escuchar una canción de The Beatles para darse cuenta de que, entre voces e instrumentos, suenan muchas veces más de veinte cosas. Las cuentas no salen.

La explicación es que Martin grababa en una misma pista varios instrumentos diferentes para conseguir plasmar lo que él y el grupo imaginaban. Y eso no es tan fácil, porque cada sonido tiene unas características diferentes que tapan a las de otros. Hay que tener una gran inteligencia abstracta para visualizar antes en tu mente qué sonido irá en cada sitio y evitar provocar un barullo confuso. Nadie puede negar que al escuchar las canciones de The Beatles, si algo crean es un efecto cristalino. Estamos hablando, por tanto, de una mente que, de una manera prefigurada y previa, era capaz de crear claridad allí donde, en principio, habría oscuridad y confusión. ¿No es eso, al fin y al cabo, lo que persigue cualquier intelectual?