José Jiménez Lozano

Tristes polémicas

Desde los albores de la prensa periódica se entendió que la expresión estricta de una noticia se estructura siempre en estos datos: «quién, dónde, cuándo y cómo», y rara vez «por qué», que de ordinario no está nada claro, pero un entendimiento así ha sido abandonado, y hasta se nos previene con frecuencia de que algo que se noticia es o será polémico, lo que no quiere decir que sea polémico en sí mismo, sino que recibirá la oposición de muchos porque, ahora, los hechos también son discutibles y hasta pueden negarse tranquilamente. ¿Hay que deducir de todo esto que se busca ante todo la contradicción polémica e incluso ya esté servida de antemano, y precisamente por el más evitable y vitando de los partidismos?

La polémica no sólo tiene un obvio parentesco etimológico con la palabra griega que significa guerra, sino que puede llegar a ser una guerra simbólica, y de tal modo que, como dice René Girard, las actitudes belicosas se alzan tasta los extremos, y éstos nos llevan inevitablemente al desastre. Y, por lo menos, al asesinato simbólico que se esconde en los juicios e insultos extremos, y, si éstos no son desarmados, concluyen en barbarie y muerte.

Y lo que sucede es que, en este ámbito de carne viva, se enuncie como se enuncie cualquier ámbito de la realidad o la teoría, todo será polemizado e incluso destruido por el ambiente de riña de gallos y mutuo destrozo de gladiadores que se odian, o que, jugando al odio de mentirijillas, llegan rápidamente al de verdad.

Pero es que constantemente, y a propósito de cualquier simpleza, en el ámbito de lo que se llama hasta con la académica palabra «debate», la razón se convierte en razón instrumental y de partido, y dadas, las facilidades de la famosa libertad de expresión, y la ninguna exigencia de finura intelectual y moral, ya se parte realmente de un puro discurso acerca de banalidades, ligerezas, improvisaciones e incertidumbres, y también, otras veces, en el ámbito de los desechos y la basura, la irrisión y el pateamiento de lo delicado y hermoso, según las tesis de la estética más «liberadora» como la de representar una ópera de Verdi con ilustración de inodoros, o la de pintar un cuadro de la Virgen María con estiércol de elefante, y, desde luego, ofrecer textos literarios, o películas y emisiones televisivas, con grandes mensajes progresados acerca de la magnificación de la vulgaridad en su versión más primaria.

Rápido, en efecto, ha sido el camino recorrido en este aspecto, sin ir más allá desde los tiempos del doctor Sigmund Freud, quien, sin meternos en más dibujos, avisaba de los profundos desajustes psíquicos que denotaba el hecho de que alguien saliese del baño abotonándose el pantalón, y dijo bastantes cosas muy pertinentes a propósito de los «palabros», y las conductas espontáneas, los «lapsus» incluidos.

Pero lo que pretendo decir con todo esto es que, siendo tan triste e inquietante, nos hace ver tan claro como la luz del día que ésta es una sociedad que se va conformando y tribalizando según los estereotipos de la sociedad de los camaradas pardos o colorados, que se echaban encima con una singular brutalidad sobre el que llevaba un mote maldito para la tribu. Y, de ordinario, primero se lo arrastra por todas las solanas comunicativas, pero luego las cosas pueden hasta llegar donde llegan siempre en estos casos. Es decir, a hacer imposible con amenazas y vías de hecho que un profesor dé su clase, un parlamentario haga su oficio, o un mendigo sea apaleado por ser un mendigo y se insulte su pobreza y su debilidad con la chulería del mono superior.

El hecho fundante del progreso moral, siempre tan inestable, es el profundo respeto a la santidad de la inteligencia y a la dignidad del cuerpo humano, y no pondría yo la mano en el fuego para afirmar que no hemos reculado ya, en todo esto, un buen trecho hacia la tribu y el neandertal, precisamente.