Luis Alejandre
Último servicio de un soldado
Enfundados en vistosos uniformes transparentes blancos, portando cubrecabezas verdes, guantes y un instrumental sencillo, científicos y arqueólogos distinguidos han localizado con lógicas reservas los restos de Miguel de Cervantes en la cripta de la iglesia de San Ildefonso ubicada en el centro del convento conocido como de las Trinitarias, en pleno corazón del Madrid de los Austrias. Corresponde a un conjunto arquitectónico barroco originario de 1609 que ha sufrido sucesivas reformas y no menos desamortizaciones (cuatro nada menos en 1794,1820,1836 y 1868) y expolios, aunque escapase de la dramática quema de conventos –cerca de cien en toda España– entre los días 10 y 13 de mayo de 1931, a poco de proclamarse la Segunda República y cuando Manuel Azaña, al vetar en cierto sentido el empleo de la fuerza pública que hubiera podido evitarlo, pronunció la terrible frase de «todos los conventos de España no valen la vida de un republicano».
La superiora de la Comunidad Sor Amada de Jesús y sus religiosas han convivido sin alterar su vida durante más de un año entre georradaristas, forenses y medios de comunicación siempre interesados en obtener informaciones en el ámbito de un, difícil de mantener, pacto de confidencialidad firmado por los científicos.
Sabias y prudentes se han mantenido fieles a la norma dictada por su fundador, San Juan de Mata (1154-1213), y a la reforma emprendida por el español Juan Bautista de la Concepción (1561-1631) a quien canonizó Pablo VI en 1975. La Orden fue la primera institución oficial de la Iglesia dedicada al servicio de la redención de cautivos hecha con las manos desarmadas, sin más armadura –estamos en la Baja Edad Media– que la misericordia y la única intención de mantener la virtud de la esperanza entre los cautivos.
Sabían las religiosas que Miguel de Cervantes estaba enterrado entre los muros de su casa. Conocían los testimonios de su muerte, acaecida el 22 de abril de 1616 y el de su inhumación, un día después –el 23– fecha que oficializaba entonces la muerte y que rememoramos cada año como Día del Libro en homenaje a un Cervantes que fue inhumado según la regla de la Orden Tercera, con el rostro descubierto y vestido con el sayal de franciscano.
Nunca olvidó Cervantes que la Orden Trinitaria le había rescatado a mediados de septiembre de 1580, por 500 ducados abonados al Bajá de Argel. Aquel soldado enrolado en 1571 en la compañía de Diego de Urbina, en la que ya militaba su hermano Rodrigo, tras luchar valerosamente en Lepanto –acción de la que siempre se sentiría orgulloso– lo encontramos después en Navarino, en Corfú, en Túnez y en Nápoles hasta que, regresando a España a bordo de la galera El Sol a finales de Septiembre de 1575, cayó en manos del corso Arnaut Mamí, que lo vendió en Argel como cautivo. Cuatro veces intentó huir aquel soldado, como marcan las ordenanzas: dos por mar y otras tantas por tierra. Cuesta creer que en su último intento –noviembre de 1579– fuese denunciado por un dominico extremeño, Juan Blanco de Paz. Tampoco se sabe como el Bajá, considerado vengativo y cruel, le perdonó la vida.
Imagino que al autor de «El Quijote» no le preocupan las manipulaciones de hoy. Su cuerpo ya vivió movimientos de criptas, obras de ampliación, desamortizaciones, motines, guerras.
Imagino que Sor Amada de Jesús ya tiene pensadas obras urgentes de consolidación o de mantenimiento que hace dos años no sabía cómo acometer y sobre todo financiar. Incluso debe pensar –generosa– cómo hará llegar los posibles beneficios que le lleguen ahora a otras comunidades de su Congregación esparcidas por el mundo y no todas rodeadas del ambiente de respeto, cariño y seguridad en el que se mueven ellas en Madrid.
Hoy no hay esclavos con grilletes como los del Argel de Cervantes. Hoy no hay galeras en las que el ser humano se fundía en vida y se confundía con la muerte. Pero también se pagan rescates por secuestros en Siria, en Irak, en el Sahel o en Somalia. Y hay otro tipo de esclavitud, como en Nigeria, más sofisticado y más cruel. Como también hay esclavos atados a la droga, a la desesperanza, a la injusticia o al hambre.
Si los posibles beneficios que proporcionen las visitas que lleguen al convento de las Trinitarias permiten paliar el dolor de otros, si hay otros 500 ducados para salvar una vida, Miguel de Cervantes habrá prestado un último servicio como soldado a «su Dios y a su Rey», como él mismo decía. Habrá acumulado en su hoja de servicios otro servicio a la Humanidad, la que tanto debe ya, al irrepetible autor del Quijote.
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