Martín Prieto

Un golpe de Estado

La historiografía de los golpes de Estado pone demasiado énfasis en las asonadas de los espadones. El siglo XIX y el primer tercio del XX configuraron una España de pronunciamientos y cuartelazos, y pareciera que los golpes de una insurgencia civil no los tuviéramos catalogados. El fascismo tomó el poder con una marcha sobre Roma del matonismo civil vestido con camisa negra, y el Nacional Socialismo llegó a la Cancillería removiendo la violencia callejera pero acudiendo recurrentemente a las urnas hasta alcanzar una mayoría por exclusión. Hitler y Mussolini fueron los primeros teóricos del derecho a decidir que destripó Europa en dos capítulos. «Teoría y técnica del golpe de Estado», de Curzio Malaparte, enseña la manipulación de las masas para tomar al asalto una sociedad civil angustiada o desinformada. El golpismo no se limita a copar el Congreso, tal como Tejero y asociados, sino que también puede consistir en una demorada, lentísima e inflexible intoxicación de las conciencias hasta conducirlas al Aleph, el punto que reúne todos los puntos, y donde la ruptura con la legalidad es la bisagra que abre la puerta a felicidades insólitas. Un trampantojo. El objetivo onírico de nuestro separatismo es la desaparición de España, una de las más viejas naciones del mundo. La hipótesis de una segregación expansiva de Cataluña (Baleares, Valencia y hasta un pueblito corso) arrastraría un País Vasco abduciendo a Navarra, y alimentaría la minoría radical galleguista. Quedaría una Castilla ampliada que no se reclamaría de la Hispania de la romanización sino de la Iberia tribal. Mas es actor secundario en el esperpento de la Asamblea y el Ómnium urdiendo un golpe de Estado civil que se estudiara en la Universidad o en el Teatro. Desde el código de Hammurabi, el primero historiado, la civilización avanza por el respeto a la Ley que se va modificando sobre ella misma. Incitar a las masas a que enfrenten en las calles la legalidad del Estado es sedición.