Martín Prieto

Un obrero del fútbol

Alfredo di Stéfano ha vivido más años en España que en su natal Argentina pero habla como si acabara de dejar la chacra. Con ese acento cerrado del interior del gran país austral el mejor jugador de todos los tiempos me explicaba en clase magistral los para mí inextricables misterios del balompié: «Gallego, dejáte de joder; el fútbol es correr como un piantao (loco) y meter la pelota. Lo demás es verso (cuento)». Lo de la «saeta rubia» fue una cursilada periodística, pero aun equivocadamente retrataba a quien sólo pretendía ser un obrero de la pelota consciente de que su éxito dependía del fuelle de sus pulmones. Él y Santiago Bernabéu hicieron el Real Madrid, y todos los demás fueron arabescos laterales. En sus muchos años de gloria perecedera ni aparecía por los saraos de las vanidades, ni trasnochaba con el famoseo analfabeto, vivía sin alarde y ni rozó los fichajes que hoy firma cualquier tuercebotas. Tímido en público, sabía reírse de sí mismo en confianza. Su terror a los aviones era proverbial; como a los secuestros. Le pregunté a un comensal en mi mesa a qué se dedicaba. «Soy socio de su mujer oncóloga». Quedé perplejo y remató: «Tengo una funeraria». Di Stéfano, a mi lado, tenía puesta la oreja y me susurró: «Ché, cuidado, éste ha venido a tomarnos las medidas». Al margen de su secuestro en Caracas, en otro aeropuerto mesoamericano a un milico se le escapó una ráfaga de subfusil. Todos bajo las mesas o los mostradores y Estefano dio en pegarse a una pared con los brazos abiertos en señal de rendición. Aclarado el incidente, Di Stéfano seguía crucificado al muro. «Vamos, Alfredo, que no ha sido nada». «Estoy cagado». «Y nosotros, pero ven ya». «He dicho que estoy cagado, carajo. Traerme unos pantalones y llevadme al baño». Contado por él resultaba desopilante. Rey del fútbol, su inteligente modestia ocultaba una poderosa humanidad divertida y generosa. El éxito no pudo herirlo.