José Luis Alvite
Un Papa sin aliñar
Si me gusta este Papa es porque rompe, con su estilo tan cercano, una larga tradición de pontífices que predicaban la humildad encaramados en la cúspide de una Iglesia adinerada y clasista, enjoyada y bien comida, poblada de orondos cardenales premamá que a su paso dejaban una estela de incienso y Margaret Astor. La cúpula eclesial desmentía con su boato la sencillez de miles de párrocos flacos y sacrificados que predicaban el Evangelio con los bolsillos vacíos y la boca sin saliva. Yo recuerdo con frecuencia al cardenal Fernando Quiroga Palacios, que era un hombre alto y corpulento, un leñador de púrpura que comparecía en los actos de palacio con el rostro empanado por una mezcla de bechamel y maquillaje, obstétrico y luminoso como si con el sobrecogimiento de la inspiración divina le hubiese bajado la regla en su útero de terciopelo. Monseñor desprendía un penetrante olor a jabón y a especies, a soprano y a pinche de cocina. Y cada vez que impartía la bendición, al girarse para difundirla me llegaba hasta la cara aquel ácido vaho episcopal en el que se mezclaban la toilette de Bette Davis y el resuello de Jack Nicklaus. Francisco es un Papa sin aliñar. Habla con suavidad y dice cosas drásticas que nos devuelven la esperanza en una Iglesia en la que la palabra de los prelados deje más huella que el aliento de esos almuerzos palaciegos en los que uno imagina al camarlengo trinchando el pavo de Navidad con la cresta del crucifijo. Le deseo suerte al Sumo Pontifice. La va a necesitar para recuperar entre los católicos la imagen del Cristo que de niño me enseñaron en la escuela, aquel tipo sencillo y expresivo al que tantas veces imaginé repartiendo con naturalidad el gel y las toallas en la penumbra del burdel. Porque no es buen camino el que sigue esta Iglesia golosa y vertical en la que parece que los cardenales tengan a Dios de cocinero.
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