Marta Robles
Una de ventanillas
Creo que si viera la vida tras una ventanilla, me volvería un poco del pelo de algunos funcionarios. O lo que es lo mismo, acabaría dándome igual el prójimo que viene a contarme su película y lo atendería con la desgana propia del que anda hasta las narices de lo que hace. Eso no significa que todos ellos sean iguales y respondan a la leyenda negra de antipáticos, ineficientes y desidiosos, sino que muchos acaban hartos de que la gente les venga reclamando y les abronque porque pidan lo que se les obliga a exigir, como si fuera cosa suya en vez de la propia Administración. Es verdad que entre los funcionarios hay algunos seres oscuros capaces de sacar de quicio a los contribuyentes y no dejarles más opción que la de ir a medicarse después de encontrarse con ellos, pero son casos aislados, que también se cuentan entre los fontaneros, los médicos o los mediopensionistas. Por desgracia para los funcionarios, como las gestiones administrativas y ellos mismos tienen tan mala prensa desde los cuentos de Gogol, la gente suele acudir a sus ventanillas muy a la defensiva y a veces con los ánimos tan encendidos como para ser capaces hasta de volverse locos y agredirlos. El asunto no es ninguna broma, porque los casos de agresión se cuentan por cientos. Y aunque es verdad que alguna vez todos hemos perdido las formas en esas tesituras –el que diga que no que repase su última conversación explicando incidencias telefónicas a sus compañías–, lo cierto es que, en general, solemos recriminar al último eslabón de la cadena, aunque sepamos bien que no es culpable de nada... que no sea un poco de hastío.
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