José Jiménez Lozano

Una necesaria tarea de romanos

Cuando Sir Winston Churchill hace la historia del reinado de Isabel I de Inglaterra evoca las grandes oposiciones de violenta religión de Estado que ocurren durante los dos reinados de Eduardo VI y de María I inmediatamente anteriores a ella, y escribe: «La revolución doctrinal, provocada por Cranmer bajo Eduardo VI y la Contrarrevolución de Gardiner, Pole y sus ayudantes, bajo María, expusieron a nuestros agitados isleños, en una sola década a una terrible oscilación. Aquí estaban los ciudadanos... ordenados en nombre del rey Eduardo, a marchar a lo largo del sendero de la salvación y, bajo el reinado de la reina María, a volver a marchar en dirección opuesta...Así se impuso la Nueva Inglaterra a la Vieja Inglaterra; y así la Vieja Inglaterra, en un terrible contragolpe, reanudó un dominio efímero; y de toda esta agónica emergía, bajo la reina Isabel, un compromiso entre la Vieja y la Nueva que, aunque no abatió su guerra, confinó su furia de tal manera que no fue mortal para la unidad y continuidad de la sociedad nacional».

Y esto es lo admirable y se dice pronto, pero fue una tarea de romanos aunque no tenga más remedio que hacerse, al precio que sea, para eso tan necesario y deseado como era la unidad nacional. Y resulta claro que Churchill habla de una cuestión política que entonces dependía en muy amplia medida de unas determinadas denominaciones religiosas, y por eso mismo resultaba más apasionada y delicada: una especie de arte de configurar una nación unida, con miembros de esa nación violentamente opuestos; pero aún así, la reina Isabel que tenía tendencias católicas de la Iglesia de Inglaterra, y un poquito más, evitó el triunfo de una religiosidad calvinista y resistió las ipresiones del catolicismo romano., para lograr convencer a sus súbditos, suficientemente, de que todos eran ingleses.

Y Sir Winston Churchill, cuando evoca esta hora inglesa está hablando de un acostumbramiento a la libertad, no de la mera tolerancia que va de suyo en un hombre cuando reconoce su misma humanidad en otro hombre que es algo que no parece que estaba ni está al alcance de muchos seres humanos, pero sí de un perro que cuando se encontraba en el campo de concentración nazi, les reconocía a él y a sus compañeros como hombres, nos dice Enmanuel Lévinas,

La tolerancia, en efecto, es solamente la pura normalidad de todo ser humano que sabe que ha de soportar las diferencias y las inevitables esquinazos del vivir, como los demás deben soportar los suyos. Y esto supone, lógicamente, desarmar la ira y la furia que dividió a un grupo humano en un determinado momento, olvidar el dolor que fue infringido, y renunciar a hacer cuentas de agravios, porque ésta es la condición primera para reconocer en el otro, no sus razones y sinrazones ni él las nuestras, sino simplemente otro ser humano que incluso fue nuestro enemigo, como nosotros para él lo fuimos. Ni la propia Isabel se atuvo siempre a la política de defensa de la nación sin herir a nadie, sino que también hirió y fue herida.

Lo que ocurre es que nuestro mundo español, por ejemplo, es de un modo mucho más intensamente denominacionista en política que el mundo de las denominaciones religiosas del tiempo de Isabel I de Inglaterra. Parece que entonces se era bastante sensible a la mínima racionalidadb de vivir juntos, y que en nuestro mundo, parecen disminuir los síntomas de que amamos la paz sobre todas las cosas. Mas bien, preferimos que cada quien y cada cual se esté en su acera tras su estandarte, en vez de respirar todos en medio de la plaza, y sin cuidados. Tras un propósito común.

En el mismo orden intelectual, político y moral, una nación ha de tener, necesariamente, un lugar de esa clase en el cual los unos puedan encontrarse con los otros, sin tener que renunciar a lo que son, o simularlo, y sin acudir a la comedia de lo políticamente correcto.