Francisco Nieva

Una voz al teléfono

Una voz al teléfono
Una voz al teléfonolarazon

No cuento yo con un anecdotario importante, a pesar de mi edad, metido de lleno en el mundo del espectáculo. Sólo recuerdo las más pintorescas, tipos extraños y situaciones raras que me asombraron, cosas de las que puede hablar todo el mundo y son, simplemente, la vida misma, con sus perfiles extravagantes y absurdos. Éste era el caso de la bella Rita, como se la conocía en el barrio.

Rita Jiménez había instalado en el piso bajo de mi casa una zapatería de lujo, de zapatos a la medida. Era de una gran belleza vulgar, de tía buena o mujer de bandera.

La Basi, que era su asistenta y le daba mucha vergüenza llamarse Basilisa, hablaba de ella con admiración: «Mi señorita es de las personas que mejor saben hablar por teléfono. No saben ustedes el mimo que le da y cómo lo acaricia primorosamente con manos finas antes de usarlo con todo respeto. Y luego hay que escucharla hablar con los proveedores o las tiendas, con una voz de princesa encantada de hablar por teléfono. Se la ve más guapa todavía, es otra distinta y se escucha a sí misma con mucho gusto. Hasta parece que con el teléfono le pone los cuernos al marido, y lo disimula cuanto puede. Se percata de que no la sigue ni espía, y luego, se entrega al amor de su vida, que es hablar y conquistar por teléfono con esa voz de terciopelo. Así se pasa las horas muertas».

«Por las mañanas siempre está nerviosa, mirando de reojo al aparato. Le voy a poner un ejemplo: cuando ya no puede más, lo toma en sus manos y pregunta: "¿Son los bomberos? No es por una urgencia, sino porque no he podido contenerme de decirles a ustedes cuánto les admiro. El cuerpo de bomberos me fascina. Son ustedes héroes anónimos del ciudadano, tan guapos con el uniforme, ángeles guardianes''».

No puede haber respuesta descortés después de ese halago. ¡Y ya está liada! Con esa voz preciosa, como si estuviera amansando y acariciando a alguna bestia peligrosa al otro lado de la línea, termina hablando con otros compañeros del gremio, si no es con el propio alcalde. Nadie sabe los amigos importantes que tiene, ni los empeños peliagudos que va resolviendo por teléfono. Una víctima de su deber. Así todo el día y parte de la noche también, escondiéndose del marido cuanto puede. Porque si la pilla, tiene asegurada una bronca, o una torta.

- «¡Zorra telefónica!», le dice. «Me estás deshonrando y te voy a estrangular, te voy a arrancar el pellejo a tiras».

Después, ella se queja: - «Estoy harta de él. No puedo más. Quisiera estar lejos, lejos, lo más lejos posible, en Alejandría».

No lo decía en vano, porque un día dejó su casa y, haciéndose pasar por familia de un piloto, dio con sus huesos en la muy distante Alejandría, donde conoció a un jeque saudí que la hizo su concubina. La Basi me decía: - «Me ha escrito que vive en una jaima, una tienda de lujo llena de cojines, de pieles y tapices persas. Y con teléfono, además».

Al cabo de dos años, el jeque la repudió por habladora, temeroso de algún peligro para su reputación de honesto y adinerado musulmán. Volvió a Madrid, cargada con pieles, con joyas y tapices persas y reconquistó al marido. Volvió a abrir su tienda. La Basi se volvió de nuevo su esclava, y decía que todo había recomenzado, con reproches y duros castigos por parte del consorte. Siguió perorando, fascinante y ligona. Era fama que había hablado con la Casa Blanca, y era amiga y madrina de la Guardia Mora de Franco. La bella Rita no cejaba y siguió comunicando con el Sursum Corda.

Muchas veces hablaba debajo de una piel de oso, para que su marido no la sorprendiera in fraganti. Hablando incluso con don Jacinto Benavente, con el que mantuvo largas y acariciantes conversaciones. A él le encantaba escucharla, y el marido creía que se la estaban pegando, aunque fuera notoria su homosexualidad. Las broncas se hicieron famosas en el barrio.

Mi madre me contó su final: cerró la tienda y se fue a piar a Caracas, en donde se conquistó al gobierno de aquella república. Por teléfono. La detuvieron injustamente por espía y la devolvieron a España. El marido la recibió a tortazo limpio y dejó para siempre de hablar por teléfono, con aquella voz persuasiva y cachonda. Quiso hacerse monja y la rechazaron. ¡Qué historia la suya! Como para una novela realista galdosiana. Nunca abordé el relato de aquella odisea, y ahora la trascribo para asombro de mis lectores.