José Jiménez Lozano

Unas cuantas impresiones

Leo uno de esos análisis, que pudieran llamarse sociológicos y de minorías poderosas, esta vez gentes de la televisión o nuevos «maîtres à penser» que, refiriéndose a su país, los Estados Unidos, cuentan tranquilamente cómo han ido conformando a las gentes, al fin y al cabo, actuando, según decía el señor Stalin acerca del oficio periodístico o literario, como el de «ingenieros de almas».

El caso es que estos señores a los que me refiero encuentran que el modo de vida de las gentes ha sido transformado por la televisión que, tomando como arcilla la sociedad norteamericana, decidió, por ejemplo, presentar un tipo de sociedad que no fuera aquella sociedad de los cincuenta y sesenta, que se definió como llena de frustraciones y mentiras, y se denominó patriarcal. De modo que se fue diseñando y haciendo ingienieria de ideas y sentimientos y levantando una sociedad anti-patriarcal en el que el padre no significara nada, ni nada lo demás. Se barrió toda alusión religiosa y moral, y el alcohol, el sexo, las drogas y la brutalidad ocuparon el lugar del ánima. Pero las cosas han ido de tal manera –dicen esos ingenieros de almas– que ahora todos ellos echan de menos una vida sencilla y humana, con sus esquinas irremediables, pero su ánima.

Pero ésta es una especie de autocrítica o arrepentimiento del que nadie hará caso; y recuerdo, ahora, muy bien el viaje de Alexander Solzhenitsyn por Europa y América durante el que el escritor dijo algunas de estas cosas pero con un cierto aire de Savonarola que venía a fastidiar la fiesta a todo el mundo. Pero lo que yo no sabía era que, tras su conferencia de Harvard un señor que se llamaba R.J Berney, de Norfolk, –según dice Joseph Pearce– comparó «las palabras del escritor con el discurso del primer ministro británico, James Callaghan, que había aparecido aquel mismo día en «The Times». A diferencia de las clarividentes advertencias de Solzheninsyn, el discurso de Callaghan ''nos atrae aún más hacia el acogedor asidero de ese vehículo funerario, el Estado democrático occidental, en cuya agonía no sentimos dolor, no sentimos nada''». El comentario del señor Berney es también un tanto un treno de Savonarola, pero el que algo se diga con un cierto dramatismo no quiere decir que no sea verdad; y seguramente que ni Europa ni su régimen democrático son carros fúnebres, pero sí que es completamente cierto que no existe ninguna clase de conciencia de nada, y que la práctica democrática, la ética y el valor de la persona humana dejan bastante que desear. Y así, por ejemplo, se nos dice que, entre quienes deciden estas cosas, ya se ha llamado la atención sobre la demasía que supone conceder cuatro jornadas de permiso laboral por causa de fallecimiento de un familiar cercano, lo que sería mucho luto para tan poca cosa, por lo visto. Con los nuevos adelantos psicológicos ya no son necesarios más gastos de tiempo en despedirnos de un ser querido. Sólo es un elemento productivo más o menos rentable que ha desaparecido, y hay materiales más preciosos que el ser humano.

¿Son todas estas cosas pequeñas señales de un nuevo manchesterismo o stajanovismo, o simplemente es una muestra más de «quien manda» en nuestro cuerpo y nuestra alma en este tiempo de tanta autonomía y libertad personales?

Otra noticia de esos mismos días enuncia igualmente una cierta inhumanidad sistemática y legalizada, aunque esta vez un tribunal europeo ha llamado la atención sobre una decisión administratriva o judicial española, que habían separado de su madre a una niña por ser aquélla pobre. ¡Se ha dado tantas veces! Porque, como la vida no se concibe sin abundante dinero, no se comprende cómo los pobres puedan cuidar de sus hijos. Me arrepiento un poco de haber sido a veces tan desdeñoso con Europa. Como puede comprobarse, todavía queda en ella algo de la vieja y renegada humanidad, aunque quizás no sea por mucho tiempo. Pero nunca se sabe.