Paloma Pedrero
Uniforme escolar
Me parece francamente cómodo, y más en los tiempos que corren de furia y prisa mañanera, el que los críos lleven uniforme al colegio. Es una manera de evitar peleas sobre el qué ponerse. También es cierto que evita distracción y comparaciones entre ellos sobre quién lleva la ropa más cara o más guay. La parte negativa de los uniformes todos la conocemos, «uniforman», pretenden hacer parecido lo que es distinto y a mucha honra, porque la diferencia es siempre colorida y vital. No obstante, a pesar de la ropa semejante los muchachitos pueden expresar su personalidad de muchos modos. Ya sabemos que el habito no hace al monje. Y que en la mirada, el habla, el andar, el gesto y muchos otros rasgos sale la idiosincrasia de cada uno. Por eso digo sí al uniforme. Lo que ya no me parece justo es que a esta altura de los siglos, sigan obligando a las niñas a ponerse falda. Cuando las mujeres adultas lucimos pantalones libremente, a las pobres crías las hace ponerse leotardos y falditas escocesas por debajo de la rodilla. A lo que ellas, por cierto, responden enrollándosela a la cintura nada más salir hasta dejársela por debajo de la pelvis. Mi hija anda renegada con este asunto desde que era un mico. Ella quiere saltar, jugar al fútbol, arrastrarse y ponerse al revés, y la falda la coarta (aunque lo haga). Me parece un detalle discriminatorio que a estas alturas hay que desterrar. Lo lógico es que ellas puedan elegir sin condicionamiento. Incluso que puedan, según se sientan, ponerse chándal o falda. Son cuestiones que hay que transformar ya. Por la igualdad en la diferencia.
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