José Luis Alvite

Vieneses

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En Viena no hay nadie asomado en las ventanas y la gente es de una amabilidad contenida y algo fría, una cordialidad distante y profiláctica que a mí hasta me ha parecido hostil. Tampoco he visto mucho bullicio en las calles y a veces da la impresión de que son los perros quienes arrastran de paseo a sus dueños. En un recorrido por el Prater me di cuenta de que los vecinos de la capital austriaca se divierten en las atracciones del parque con la misma tristeza que si la felicidad fuese un odioso deber, un castigo que soportan motivados por una especie de abnegación colectiva. Viena resulta una ciudad hermosa y frígida, una cartesiana colección de monumentos que los turistas recorren presos de un silencio riguroso y aplastante, casi doloroso, como si disfrutasen de un placer indebido, igual que si entrasen al Paraíso por la consulta del dentista. Que a Hitler le obsesionase la anexión de Austria demuestra hasta qué punto carecía de sentido del humor el Führer, que era austriaco y había desarrollado ese carácter hosco y peculiar que yo creo que tiene menos que ver con la profundidad de pensamiento que con la mala cocina de uno de esos países centroeuropeos en los que lo que la gente vomita yo juraría que tiene mejor sabor que lo que come. A lo mejor son gente triste y convaleciente porque pagan demasiados impuestos y también porque tienen sus relaciones sexuales en riguroso silencio, de modo que en un austriaco la diferencia fonética entre un orgasmo y un derrame cerebral es casi imperceptible. A mí me han dado la impresión de ser personas saludables y ordenadas, también tremendamente aburridas, herméticas y poco comunicativas, hombres y mujeres que se lavan la cara con penicilina, se aparean sin el menor entusiasmo y engendran sus hijos con la misma disciplina que si desplegasen en el útero las alas de un murciélago.