Tribuna

El desafío

Hay que reaccionar, repiten de Bruselas a París, porque nosotros somos europeos; algo que no resulta dudoso, pero tampoco eficaz.

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El resquebrajamiento, aparentemente súbito del orden mundial, obliga a responder a los desafíos que provocan sus posibles alternativas. La cuestión viene de lejos. La crisis que aparejó el derrumbe del paradigma comunista, y el esquema bipolar de los dos bloques, asentados después de la II Guerra mundial, fue la gran ocasión desaprovechada, para construir un nuevo modelo multilateral. Estados Unidos pretendió implantar su hegemonía presentando a Rusia, como la peligrosa prolongación de la URSS. A ojos de Washington, Moscú seguía siendo el enemigo. Un grave error. China, era el gran gigante, pero tardaría muchos años en llegar a modernizarse, según las estimaciones estadounidenses, para convertirse en un serio rival. Mientras, la superioridad tecnológica norteamericana garantizaría, su posición dominante. Otro error más grave aún.

Tampoco han demostrado mayor acierto en cuanto a asegurarse el control del otro peligro para la supremacía estadounidense. El 11 de septiembre de 2001, el ataque al icono del World Trade Center, dejó claro que el conglomerado islámico podía escapar a los planes de la Casa Blanca. Sólo la Unión Europea aceptó, en el reparto, el papel asignado como «empleada doméstica». Por su parte los llamados BRIC, desde el 2008 (Brasil, Rusia, India y China), y luego BRICS, con la incorporación de Sudáfrica en el 2010, buscaron un lugar más adecuado a sus intereses, en el mapa establecido por el gobierno norteamericano.

Estados Unidos ha seguido manteniendo abierto su catálogo de equivocaciones, repetidas en su empeño por elegir el enemigo equivocado, con especial contumacia. Sólo desde el desconocimiento de la Historia se pudo plantear el conflicto, que acabaría desembocando en la guerra de Ucrania. Las simplificaciones continuaban al demonizar a Putin y beatificar a Zelenski; divulgando además la imagen de un ejército ruso obsoleto, y alabando la capacidad militar ucraniana. La propaganda ha ocultado cualquier otra realidad. Nuestros sesudos analistas militares se unieron, de inmediato, al coro que cantaba la segura derrota de Rusia. Nadie se preguntó si había sido necesario impulsar a Ucrania a convertirse en un peón de la OTAN.

Los países europeos, la mayoría de ellos al menos, adoptaron la postura militarista y belicista, a ultranza, dispuesta desde el otro lado del Atlántico. ¡Qué entusiasmo el de algunos «líderes», como el presidente de nuestro gobierno, y su ministra de Defensa disfrazada de «militar», imbuida del espíritu de una Agustina de Aragón «sui generis»! Un maniqueísmo, indigno de cualquier causa, indujo a la representación, de una función de «buenos» y «malos», con general aplauso, sin el menor matiz.

¿Para qué reparar en gastos? El negocio de la guerra correría a cuenta de los de casi siempre. Las sanciones económicas a Rusia y el envío masivo de armamento a Ucrania, deberían servir para liquidar la contienda, conforme al relato impuesto. Sin embargo, el resultado de las elecciones que condujeron a Trump a la Casa Blanca, por segunda vez, descolocaron a los actores del drama de Ucrania, ante el cambio de guion. La continuación de la lucha hasta la victoria final, que parecía próxima, según se venía diciendo, dejó paso a la exigencia de la nueva administración de Estados Unidos, para concluir las hostilidades rápidamente.

¿Y ahora qué? Europa, con el paso cambiado, ha de pagar los gastos de la guerra, aumentando los impuestos o la deuda, o ambas medidas, para mantener los presupuestos de la OTAN. Además se ve marginada de los foros internacionales donde se «negocia» la paz. Pero lo peor, seguramente no ha llegado aún. Estados Unidos trata de seguir ejerciendo su dominio, de forma unilateral, en un mundo cada vez más complejo. El estilo, poco refinado de Mr. Trump, molesta especialmente a sus «aliados» forzosos. Hay que reaccionar, repiten de Bruselas a París, porque nosotros somos europeos; algo que no resulta dudoso, pero tampoco eficaz.

¿Cuál es nuestro poder en el concierto o desconcierto mundial, en estos momentos, para desempeñar cualquier protagonismo? ¿El económico? ¿El político? ¿El militar? Obviamente, no, al menos con fuerza suficiente para procurarnos el lugar al que aspiramos. Europa ¿llevará a cabo la reacción que se predica? ¿O no?, pero los efectos de la situación son evidentes. Los dirigentes europeos, enredados en innumerables contradicciones, ni han sido capaces de desarrollar los valores culturales que forjaron la civilización occidental, ni decidirse por potenciar su fuerza militar. El discurso europeísta adolece de múltiples carencias. Se ha ido vaciando en la medida que el humanismo cristiano cede ante otras ideologías antagónicas.

Se habla de la ausencia de líderes, capaces de plantar cara a los calificados como delirios del presidente norteamericano. Suena bien, pero a hueco. Esos líderes que no pueden improvisarse, deberían asentar su prestigio en una dignidad que ciertamente escasea. Han mostrado demasiado apego a la mentira, despreciando la advertencia kantiana según la cual: la mentira aniquila la dignidad del hombre.

Emilio de Diego.Real Academia de Doctores de España