Con su permiso

Desgajarse

Le duelen a Inés las historias de muerte que hay tras las cifras frías, cientos de muertos en el naufragio, miles de ahogados en el mediterráneo, millones de personas a la espera de escapar del hambre, de la guerra, de la explotación...

Inés mira a su hija de pocos días con la certeza de que su viaje habrá merecido la pena. La niña ha nacido en España, y no tendrá que entregarse a nadie, ni atravesar mares profundos ni desiertos eternos en los que morir a poco que un descuido o un temporal la dejen a merced de una Naturaleza implacable. Será ciudadana europea. Ella lo consiguió hace tiempo, al precio de una travesía que le rompió el alma, y la llenó de miedos y oscuridades interiores que ha tardado años en ir iluminando. Más aún de los que le costó ser acogida, encontrar trabajo, aprender, y poco a poco hacerse valer ante sí misma y ante los demás, para poder quedarse en España, ya como una española más. Hoy está segura de que todo eso valió la pena porque esa niña que patalea risueña en la cuna, su hija, tendrá todos los derechos y las oportunidades que ella buscó cuando se arriesgó a romper.

Mediterraneo inmigración
Mediterraneo inmigraciónIlustraciónPlatón

Es esa nueva vida, ya no ella, ya no la suya, la que da sentido al horror vivido. A los meses de viaje sola y con el corazón desabrigado y en permanente congoja; a las esperas en lugares donde el engaño era lo habitual y sufrir el abuso una forma de seguir viva; al viaje espantoso en el que ver morir tragados por el mar a mujeres y niños sin poder hacer nada, sin entierros ni adioses; a abrir las puertas a todos los infiernos imaginables.

Inés tuvo la suerte que le faltó a casi todos sus compañeros en aquella travesía desesperada a ninguna parte, pero a menudo pensó que quebrarse el alma con aquello, como se abre la carne de los que saltan las verjas acuchilladas, no había merecido la pena.

Cuando se lanzó al vacío ignoraba que las fronteras tenían esas vallas tan altas y tan afiladas, y que descubriría en pocas semanas lo mejor y lo peor de la condición humana. Como la mayoría de sus compañeros, desconocía que había caminos legales, sin riesgo, para llegar a ese supuesto paraíso de libertad que no era en realidad ni una cosa ni la otra. Tampoco hubieran tenido paciencia ni tiempo para intentarlo: la urgencia de sobrevivir, de llevar a su vida algo parecido a la esperanza, la certeza de un futuro inexistente, empezaban a pesar demasiado. ¿Podría ser feliz allí? Por supuesto. Pero veía que más allá, como contaban las teles, como decían las películas, como relataban las historias de oportunidad, existían puertas que en casa no se le abrirían jamás.

Vuelve a mirar a su niña. Tú le has dado sentido a todo esto. De no ser por ti, me habría arrepentido toda mi vida.

De nuevo la suerte, la baraka, la bendición en la que nunca creyó y ahora tiene delante.

¿Cuántos niños como la suya habrán muerto en ese espantoso naufragio en Grecia? ¿Decenas, cientos? Dicen las teles y las radios que en ese barco de la muerte viajaban centenares de personas. Hombres, niños, mujeres. Como ella, como los que con ella hicieron lo mismo. Como el presentador que da las noticias, como su compañera, como la vecina que no quiere que pongan ascensor. Seres que, como cualquiera, perseguían una oportunidad, cuya ambición no era sino poder alcanzar lo que ella había conseguido. ¿Ilegal?, sí... pero legítimo, humano, comprensible.

A Inés le han contado muchas veces cómo los españoles viajaban hace décadas al extranjero a buscar trabajo, o cómo después de la guerra muchos de ellos tuvieron que irse a empezar otra nueva vida sin cartas ni papeles, con una mano delante y otra detrás, como dicen aquí, y fueron acogidos con los brazos abiertos. Lo cree porque se lo han dicho, pero está segura de que a la mayoría de ellos se les ha olvidado, pese a que quien emigró adquiere una condición que es imborrable, la que otorga esa vida lejos del amparo de una patria y una familia, al margen, por tanto, de lo que para todos debería ser la normalidad de la vida cotidiana.

Emigrar es desgajarse. Y a menudo la forma de hacerlo es lanzarse literalmente a las aguas revueltas de un viaje incierto. Más aún si ante uno se presenta como el único camino a la esperanza.

Le duelen a Inés las historias de muerte que hay tras las cifras frías, cientos de muertos en el naufragio, miles de ahogados en el Mediterráneo, millones de personas a la espera de escapar del hambre, de la guerra, de la explotación, de todos esos microinfiernos cotidianos de los que tan poco se sabe o se quiere saber aquí.

No reprocha a nadie mirar para otro lado. Cada uno tiene su propia carga y sus rincones de dolor o de opresión cotidiana. Solo desea que quienes contemplan espantados cómo el mar que besa suavemente sus playas es también un enorme cementerio de almas desesperadas, lleguen a comprender que quienes se embarcan y embarcan a los suyos en un viaje así tienen su misma condición y el mismo derecho a buscar lo mejor para ellos y sus familias.

Al margen de la ley, sí; fuera de órdenes y cupos, por supuesto. Pero buscando lo mismo que cualquiera y de la única forma que ellos han visto posible.