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Alternativas al nacionalismo

La hoja de ruta que Artur Mas tenía prevista para llevar a cabo su proyecto independentista parece no cumplirse. Mientras los soberanistas se esfuerzan en demostrar públicamente que son la mayoría y que el tiempo y la historia les dará la razón –aunque sea con pitadas y abucheos indignos–, la realidad, como suele suceder, va por otro camino. La última demostración fue en las pasadas elecciones municipales y debido a dos hechos relevantes, uno de especial simbología: CiU perdía la alcaldía de Barcelona, que en el imaginario nacionalista viene a ser el mascarón de proa de la futura Cataluña independiente o el laboratorio de ensayo de la nueva sociedad nacionalista. El segundo dato a tener en cuenta es que CiU tiene un papel irrelevante en las poblaciones del área metropolitana, lo que quiere decir que el mensaje sigue sin calar –ni aunque pasen 30 años en el poder– en amplios sectores de la población, que consideran el nacionalismo como un cuerpo «extraño» en sus vidas. Sin embargo, CiU y ERC, además de otras formaciones dedicadas a la movilización de masas, han conseguido imponer un discurso que ahora parece más débil y, sobre todo, irrealizable si realmente no se quiere un sociedad fragmentada. Los partidos no nacionalistas han vivido con un cierto complejo esta supuesta hegemonía. PP, PSC, y ahora también Ciudadanos, siempre han rehuido un frentismo que dividiera la sociedad catalana en dos y, a la larga, legitimara la estrategia independentista. El partido que lidera Albert Rivera –que, movido por los buenos resultados que le auguran algunos sondeos, puede convertirse en la segunda fuerza política de Cataluña–, ha llegado a proponer en los recientes encuentros con los líderes del PP y PSOE que, si el conjunto de estos tres partidos alcanzase la mayoría, deberían comprometerse a permitir que gobernase el más votado. El objetivo no sería otro que empezar a introducir en la Administración de la Generalitat prácticas de gobierno que ayuden a la «descompresión» nacionalista y abran la sociedad catalana hacia horizontes que le saquen del ensimismamiento político que reduce su futuro a la relación que mantiene con el resto de España. Sigue habiendo una mayoría de catalanes que no comparte la visión, ni por opción política ni por sus vínculos afectivos con España, de un nacionalismo cerrado. Es cierto que es hora de dar una oportunidad a que los partidos constitucionalistas puedan gobernar, aunque evitando siempre el frentismo que con tanto ahínco han cultivado las terminales nacionalistas entre «unionistas» y «soberanistas». En todo caso, es bueno que en Cataluña pueda hablarse de otras opciones de gobierno que no pasen obligatoriamente por el independentismo y pueda hacerse sin complejos porque nadie puede dar lecciones de democracia a nadie.