El desafío independentista
Cataluña, bajo la bota antisistema
No parece que el presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, vaya a tener más éxito que su antecesor en el cargo, Artur Mas, a la hora de lidiar con los representantes de la CUP. En efecto, la izquierda antisistema separatista catalana siempre consigue ir un paso por delante de sus supuestos «aliados» parlamentarios con una estrategia simple, pero demoledora, que se basa en el principio de que la dinámica de ruptura constitucional tiene autonomía propia. Y así, un partido que no llegó al 9 por ciento de los votos en las pasadas elecciones autonómicas catalanas del 27 de septiembre de 2015 mantiene desde entonces a la Generalitat en un estado de secuestro institucional, totalmente insensible a las urgentes necesidades de los ciudadanos de Cataluña. Hoy, siete meses después de su accidentada –y accidental– investidura, el jefe del Gobierno autónomo catalán vive en la provisionalidad, al albur de una moción de confianza parlamentaria que deberá resolverse en septiembre. En este sentido, si bien la experiencia en el trato con el movimiento anarquistoide que representa la CUP aconseja desconfianza y prudencia, el presidente Puigdemont parece aferrarse a la ilusoria hipótesis de que los «cupaires» no se atreverán a forzar la caída de su Gobierno y, en consecuencia, un nuevo adelanto electoral, como si la inestabilidad política no fuera el medio en el que medran los movimientos antisistema. En el momento actual, y pese a que los convergentes se vieron obligados a entregar la cabeza de Artur Mas como prenda de un acuerdo de respaldo parlamentario con la CUP, el Ejecutivo catalán no ha conseguido aprobar los presupuestos –rechazados por la CUP bajo la fórmula sumaria de tacharlos de «autonomistas»– y todo indica que Puigdemont no conseguirá meter en el mismo paquete su moción de confianza y la aprobación de los presupuestos. Así lo ha hecho saber el diputado radical Benet Salellas al poner precio a sus diez escaños: su formación exige a cambio de otorgar su voto de confianza que el presidente de la Generalitat fije «una fecha y un instrumento» para alcanzar la independencia. La fecha debe estar dentro del primer semestre de 2017 y el instrumento no es otro que el sempiterno referéndum separatista. La cuestión de si una Cataluña excesivamente endeudada va a poder contar con los presupuestos para hacer frente al deterioro financiero no entra dentro de la estrategia de la CUP. O mejor dicho, sólo tendrán en cuenta la cuestión presupuestaria si se vincula con el proceso independentista: «Hay que ver si son unos presupuestos al servicio del derecho de autodeterminación y de la ruptura o si son autonómicos», ha declarado paladinamente el diputado Salellas. Si el presidente de la Generalitat y sus compañeros de coalición pensaban que los antisistema se iban a conformar con los últimos alardes anticonstitucionales del Parlamento de Cataluña –que, de momento, van a llevar a su presidenta, Carme Forcadell, ante la Justicia por un delito de desobediencia–, se equivocan. Ni ERC ni la refundada Convergència van a poder marcar los plazos y la calculada gradación del desafío secesionista mientras dependan de los diez escaños de la CUP para mantenerse en el poder. Y sólo hay dos opciones: librarse de la coacción mediante el regreso a la normalidad constitucional, la convivencia y el respeto a las leyes o dejarse arrastrar a un enfrentamiento directo y brutal contra las instituciones del Estado y los principios democráticos, en el que los ciudadanos de Cataluña serían los principales perjudicados.
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