Bruselas

Cataluña no se merece más farsas

La Razón
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Se ha dicho muchas veces que el independentismo catalán vive en una «realidad paralela» que en nada tiene que ver con los problemas reales de los ciudadanos, ni con lo que está al alcance de la política, pero habrá que aceptar que lo que vivimos ayer en la deprimente sesión de investidura del candidato Jordi Turull tiene que ver con esa construcción mágica de Cataluña. A lo largo de estos últimos años, el Parlament nos ha dado momentos que pensábamos inalcanzables –desde borrar de un plumazo el Estatuto y la Constitución en la vergonzosa sesión del pasado 6 y 7 de septiembre, a la declaración de independencia del 27 sin la mitad de los diputados presentes–, pero hasta ayer no pudimos asistir a cómo un candidato leía su discurso de investidura sabiendo que no iba a contar con los votos suficientes, que todo era un farsa, otra más, un nuevo engaño a los catalanes. De ahí el poco entusiasmo y la nula capacidad de empatía de Turull, que se ofreció a escenificar un nuevo acto de degradación de las instituciones catalanas. Si este es el proyecto que tienen que ofrecer –«sabemos qué Cataluña queremos», aseguró en un discurso de una hora leído desde la primera a la última palabra sin levantar la cabeza–, debemos concluir que el nacionalismo es ahora el verdadero problema para que esta comunidad vuelva a la normalidad. De nuevo se vivió en la Cámara catalana un espectáculo de simulación sin otro motivo que mantener el desafío al Estado de Derecho. Pero no nos engañemos, hasta Turull –el inflexible y ultranacionalista portavoz del gobierno del Puigdemont– tuvo que moderarse sabiendo que hoy tiene una cita con el magistrado del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, en el que le anunciará su procesamiento y no se descarta su ingreso preventivo en prisión. No alardeó como tantas veces de ser el propagandista de campañas contra la «España que nos roba» –aunque no pudo evitar la referencia a la arcadia de la Cataluña independiente «con los recursos económicos que generaremos»–, pero tampoco aceptó la legalidad expresamente. Si el independentismo insiste –siguiendo la estrategia de tierra quemada de Puigdemont– en presentar candidatos procesados, la situación quedará enquistada, posiblemente el escenario deseado por el prófugo de Bruselas, pero letal para los intereses de la mayoría de catalanes. Insistir en esta estrategia sólo conduce a perpetuar la intervención de la autonomía a través del 155, una gestión administrativa necesaria, pero, como es lógico, no es a través de este recurso constitucional de emergencia como debe articularse la política catalana en un futuro. Si el independentismo ha presentado a Turull es porque creen que este candidato es la herramienta necesaria para este momento: prolongar el desafío y no aceptar que el «proceso» ha fracasado estrepitosamente. Aceptarlo es sin duda un mal trago porque ha sido una derrota con alto coste social, económico, político y también personal, pero es la condición jurídica necesaria y también política para que Cataluña pueda reemprender la marcha. Los líderes que han dirigido este choque contra la legalidad –que son los que serán procesados– no están capacitados políticamente para ponerse al frente porque son los responsables directos de este enorme desastre. Es una condición necesaria si se quiere salir de esta situación caótica. La escena final de la sesión de investidura de ayer, con los cuatro diputados de la CUP absteniéndose –y pidiendo más choque frontal–, revela la imposibilidad del independentismo de formar gobierno. Lo único destacable de ayer es que el reloj se ha puesto en marcha y hay dos meses de plazo para buscar a un candidato real, fiable y que acepte la legalidad, alguien que realmente apele por el fin del «proceso». Todo lo demás será hacer frente a responsabilidades penales.