
Nacionalismo
El error separatista alienta la radicalidad en Cataluña

Aunque hay que recibir los datos del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat de Cataluña (CEO) con la prudencia habitual –dado el sesgo que suele tomar un muestreo tan escaso y desequilibrado y que, por ejemplo, ha hecho invalidar algunos resultados del PP y de la CUP por no resultar significativos–, la encuesta hecha pública ayer refleja un desgaste claro de las opciones separatistas, muchos de cuyos apoyos se trasladan hacia la izquierda radical de ámbito nacional. Así, salvo la marca local de Podemos, que se convertiría en la segunda fuerza política regional de celebrarse hoy los comicios, todas las opciones pierden intención de voto, con especial incidencia en la CUP, que cae del 8,2 por ciento obtenido en las últimas elecciones autonómicas al 3,1 por ciento que recoge el sondeo. Correlativamente, el porcentaje de ciudadanos del Principado que se consideran «sólo catalanes» se reduce hasta el 22,8 por ciento de los encuestados, mientras que sube el resto de las alternativas, con un 38 por ciento que se declara «tan español como catalán». Sin duda falta un dato esencial en este estudio del CEO –como es el apoyo con que contaría actualmente la extinta CiU, cuyos resultados se presentan junto a los de ERC– para poder calibrar hasta qué punto se está produciendo el corrimiento de la sociedad catalana hacia la radicalización política; pero puede deducirse del hecho de que la mayoría de los encuestados, un 40 por ciento, se sitúan a sí mismos entre la extrema izquierda y la izquierda, frente a un 22 por ciento que se reconocen ideológicamente entre el centro y la derecha. Este desplome de las posiciones moderadas más tradicionales del nacionalismo catalán es la peor consecuencia de la aventura separatista comenzada por el ex presidente Artur Mas –ya emplazado ante los tribunales–, que ha llevado a la pérdida de sus referencias políticas a un amplio sector de la población. El constante cuestionamiento del ordenamiento jurídico, el desafío contumaz a las leyes y el discurso populista y manipulador de la realidad llevados a cabo desde las propias instituciones han terminado por erosionar a sus promotores. Es imposible saber, con los datos sociológicos ahora disponibles, qué parte de influencia en el proceso de radicalidad hay que atribuir al propio deterioro económico de Cataluña, que ha enterrado en el movimiento soberanista unos esfuerzos que habrían resultado preciosos en la lucha contra la crisis, pero no es una hipótesis que se pueda desdeñar sin más. Hechos como la caída de la inversión extranjera en Cataluña, la creciente deslocalización empresarial –ayer se supo que sólo en los nueve primeros meses de este año han trasladado su sede a la Comunidad de Madrid 256 empresas catalanas– y las continuas dificultades de la Generalitat para la financiación de los servicios públicos explican el cansancio y la desorientación de una parte de la sociedad catalana. Se explica así, aunque no lo compartamos en absoluto, el empeño de los actuales dirigentes separatistas en mantener la estrategia de la tensión. Es una huida hacia adelante en la que, sin embargo, se encontrarán cada vez más solos. Pero el daño causado a una de las comunidades más importantes de España tardará en restablecerse, al menos hasta que el nacionalismo recupere la centralidad y la moderación.
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