El desafío independentista

El riesgo de volver al choque de trenes

Por encima de todas la fechas que están marcadas en rojo en el ya largo «proceso» independentista catalán, hay una de especial significado: los días 6 y 7 de septiembre de 2017. Fueron las jornadas en las que de manera vergonzosa se ejecutó un verdadero golpe de Estado. Es decir, derogar la legalidad democrática vigente, Estatut y Constitución. A través de la aprobación de la Ley del Referéndum y la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República –no podía ser más precisa en sus intenciones– se abría la puerta a un nuevo Estado. Los siguientes pasos fueron la consulta independentista del 1-O, que había sido anulada por el Tribunal Constitucional, y la declaración unilateral del independencia el 27. Pero vale la pena detenerse en aquellas sesiones, en la premeditación con la que se actuó y recordar la absoluta degradación de la función asignada al Parlament, que le retiraba la voz y la palabra a los grupos de la oposición. El 26 de julio se aprobó la reforma del reglamento de la Cámara con la intención de que a través del sistema de lectura única no se pudiese presentar enmiendas. Así se hizo. En definitiva, todo lo que vino después se sustenta sobre un despropósito jurídico en contra incluso del Consejo de Garantías Estatutarias, órgano al que no dejaron recurrir a la oposición, aun pudiéndolo hacer; sólo pudieron presentar 21 recursos ante el TC, que sigue sin pronunciarse. Así que cuando Torra insistía una y otra vez en su conferencia del martes en el carácter democrático del independentismo, sólo hay que mirar atrás para demostrar que el desastre que está viviendo Cataluña se basa en una acción abiertamente antidemocrática. En un verdadero golpe. Aquellas jornadas, de las que se cumple ahora un año, han dejado huella y todo indica que será la línea roja que el nacionalismo insurrecto va camino de comprender que no debe sobrepasar. A partir de ahí, el «proceso» entró de lleno en la ilegalidad y sentenció la ruptura de la sociedad catalana. En esas estamos. La Generalitat gobernada por Puigdemont-Torra ha demostrado que no tiene límites en su dialéctica incendiaria o en la utilización de las instituciones para romper el país, pero sabe que dar un paso que incumpla la ley y la Constitución tiene unas consecuencias que han llevado al «proceso» a un callejón sin salida. La desorientación estratégica del independentismo es absoluta y se mantendrá hasta que no reconozcan que las infaustas jornadas del 6 y 7 de septiembre fueron un desastre y todo lo que vino después es consecuencia de situarse fuera de la ley. La única lección que se puede extraer es que un movimiento independentista nunca puede alcanzar sus objetivos en un choque frontal contra el Estado de Derecho. Por principio. Las disputas internas dentro de este bloque formado por PDeCAT, ERC y la CUP, que han ocasionado que el Parlament permanezca cerrado, son precisamente por la diferencia de criterios sobre la velocidad que debe imprimirse al «proceso»: unos buscan de nuevo reeditar el choque frontal (PDeCAT y la CUP) bajo la nefasta influencia de Puigdemont; otros, normalizar la situación y posponer la declaración unilateral (ERC). La aplicación del artículo 155 demostró que fue una media proporcionada ante una situación de emergencia como la que plantearon en el otoño de 2017, en la que se combinó un golpe de Estado y una rebelión popular con la toma de las calles. Aquella Ley de Transitoriedad aprobada hace un año, una especie de Constitución catalana provisional, fue un golpe, aunque fuese en nombre del invocado «pueblo de Cataluña». La medida fue la menos traumática de las que dispone la legalidad y la que marcó un límite. Se abre, tal y como se ha anunciado con alevosía, un «otoño caliente», pero sobrepasar la legalidad es otra cosa más seria y los dirigentes de la Generalitat lo saben muy bien.