Tribunal Constitucional

El TC para los pies a Puigdemont

La Razón
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El Tribunal Constitucional ha supeditado la validez de la presunta investidura de Carles Puigdemont como presidente de la Generalitat de Cataluña a la presencia física del candidato en la Cámara, previa autorización del juez instructor del Tribunal Supremo, Pablo Llarena. La sesión parlamentaria, pues, queda suspendida en cuanto no parece que puedan cumplirse en tiempo y forma las dos condiciones impuestas por los magistrados. La decisión, tomada por unanimidad, ha consensuado una vía intermedia entre la pretensión del Gobierno, que pedía la admisión a trámite de la solicitud de impugnación y, en consecuencia, la suspensión automática del pleno del Parlament, y las dudas de algunos magistrados sobre los derechos políticos que mantiene el fugado en su calidad de diputado. Una solución de compromiso que, y eso es lo que importa, impedirá una nueva burla de los separatistas catalanes al Estado de Derecho. El Gobierno consigue, en esencia, que prevalezca la Ley y las normas democráticas y el Tribunal Constitucional ha estado a la altura de sus graves responsabilidades, aunque las innegables controversias internas que ha debido subsanar acaben por dar armas a los separatistas para atacar a nuestra democracia. Por supuesto, es legítimo que los altos magistrados tengan su propia escala de valores y expresen sus desacuerdos a la hora de respaldar o no una determinada resolución. Pero también es cierto, que entre las funciones que la Constitución otorga al Alto Tribunal se encuentra, junto a la de ser intérprete de sus normas, la de actuar como garante de la misma, mediante el ejercicio de su función jurisdiccional. Es decir, sus magistrados están obligados a defender el ordenamiento constitucional, a hacer que se cumpla la Carta Magna y a restituir la legalidad cuando ésta se vea despreciada. No creemos, en este sentido, que haya duda alguna sobre la naturaleza anticonstitucional y, por lo tanto, delictiva, del intento secesionista llevado a cabo por los partidos separatistas catalanes. Y si no parece haber duda sobre la naturaleza criminal del proceso independentista –al menos, así lo perciben todos los estamentos del Poder Judicial– no llegamos a entender la reluctancia de los magistrados del Tribunal de Garantías a actuar por sí mismos ante una de las mayores amenazas sufridas por la democracia española desde su restauración. Más aún, cuando desde octubre de 2015, fecha de la reforma del la Ley del Tribunal Constitucional, se dotó a éste de instrumentos ejecutivos para que la garantía de su efectividad fuera real. Al contrario, la ciudadanía española no ha dejado de percibir la existencia de un incomprensible tira y afloja entre el Tribunal de Garantías y el Gobierno de la nación a la hora de articular la defensa del Estado de derecho frente a los golpistas, llegándose al absurdo de tener que asegurarse la unanimidad de los magistrados del TC a la hora de resolver cuestiones de constitucionalidad que no tenían vuelta de hoja, como es la defensa de la unidad de España. No ha sido, por supuesto, un problema exclusivo del Alto Tribunal. También desde el Gobierno se han visto condicionadas muchas de sus acciones a la obtención de una especie de salvoconductos jurídicos, siempre sujetos a las normas y a los tiempos de los procedimientos jurisdiccionales, que han restado agilidad al proceso de toma de decisiones. Que la sociedad española tuviera que asistir en directo al espectáculo de la declaración unilateral de independencia en el Parlamento catalán supuso un agravio que no puede volver a repetirse. Y, así, espeluzna la mera idea de que el fugado Carles Puigdemont pudiera dirigirse a la Cámara desde un Parlamento extranjero, como, al parecer, pretendía, para mayor humillación del Estado. Ya no será así.