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Europa debe regresar a África

La Razón
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Tras el proceso de descolonización de África, las antiguas potencias coloniales se debatieron entre mantener una posición intervencionista en los asuntos de sus antiguas colonias o, simplemente, cerrar página y enterrar en el cajón del olvido un pasado de difícil justificación. Pero, en ningún caso, las viejas metrópolis se plantearon mantener unas relaciones políticas y económicas con las nuevas naciones africanas basadas en la igualdad y el respeto mutuo, que era la norma entre los países occidentales. Y, sin embargo, no se le ahorró a África ninguno de los males de la «guerra fría» –que allí nunca fue incruenta– ni se apoyó con firmeza a los frágiles movimientos democráticos surgidos en los albores de las independencias. Todo lo contrario, la capitales europeas toleraron negocios con los dictadores más abyectos, como si los africanos fueran, efectivamente, seres humanos de segunda clase. Bajo los ojos de Europa, en África se han producido hechos execrables como el genocidio ruandés, las guerras civiles del Congo, la implosión de Somalia, las matanzas de Sierra Leona y Liberia, las guerras de secesión de Etiopía y, hoy mismo, el atroz conflicto étnico del último país hecho independiente, Sudán del Sur, donde decenas de miles de personas han muerto en los últimos meses. Algunas intervenciones militares puntuales, no siempre eficaces, y una cooperación anclada en conceptos de beneficencia habían marcado nuestras relaciones, al menos, hasta finales del pasado siglo. Y sin embargo, el continente africano seguía creciendo, cada vez más países entraban en dinámicas democráticas, se abría paso la noción de comunidad continental –con la Unión Africana como mayor exponente– y una economía puramente extractiva de los recursos naturales evolucionaba hacia la industria y, sobre todo, los servicios. África atraviesa un momento crucial y Europa, más allá de intentar poner freno a una creciente inmigración, debe regresar al continente, sin los complejos neocolonialistas que tantas veces la han atenazado y desde la concepción de unas relaciones multilaterales entre países iguales y soberanos. Por supuesto, con las mismas exigencias en materia de derechos humanos y con las mismas garantías de reciprocidad en las relaciones comerciales. África es un continente joven, en el que el 70 por ciento de sus habitantes es menor de 30 años, que con una tasa de fertilidad de 5,1 hijos por mujer doblará su población en los próximos treinta años. Pero esa juventud, que cada vez tiene más acceso a la educación, sufre índices de desempleo del 60 por ciento y sólo encuentra en la inmigración hacia Europa, especialmente hacia las antiguas metrópolis, la vía para escapar de la pobreza. Es, sin duda, lo mejor de África lo que busca un futuro entre nosotros, pero, al mismo tiempo, lo que descapitaliza al continente y lo condena a repetir los mismos errores. La pobreza y la falta de expectativas, en efecto, no sólo nutre las pateras camino de Europa –como ayer recordó Mariano Rajoy en su intervención ante la Cumbre UE-UEA, en Abiyán–, sino que se convierte en el caldo de cultivo de los movimientos terroristas de raíz islamista, inmersos en un proceso de desestabilización continental de gran alcance que mina las economías nacionales y traba sus aspiraciones de democratización. Es preciso colaborar con las naciones africanas, invertir en sus economías y abrir la Unión Europea a unos mercados crecientes y de innegable potencialidad. Sólo así, desde unas relaciones de igualdad, se podrá hacer frente a unas amenazas mucho más compartidas de lo que creemos. Lo demás, es seguir poniendo parches al corto plazo.