Elecciones en Francia
Francia apuesta por Europa
Pese a algunas sombras que, en realidad, se proyectan más sobre el futuro político inmediato de Francia que sobre el escenario común de la Unión Europea, la victoria clara y rotunda de Emmanuel Macron significa la renovación de la mayoría del pueblo francés de su compromiso con la construcción de una Europa unida. Nunca como en estas elecciones a la presidencia de la República se había dado una contraposición tan neta de dos escalas de valores: el del mundo abierto, con una economía de mercado libre e igualdad de derechos ciudadanos por encima del país de nacimiento, y el del retorno a la falsa seguridad de las fronteras nacionales y del proteccionismo económico. Ha ganado el primero, ya decimos que con claridad, pero, y es importante reseñarlo, la segunda opción ha demostrado que sigue creciendo en el seno de las sociedades europeas, como reacción inevitable al vértigo de la globalización. Emmanuel Macron, que ya es el VIIIº presidente de la Vª República francesa, ha conseguido reunir en torno a su figura los votos de la Francia más educada, ciudadana y adaptada a los nuevos cambios de la era de la comunicación, pero haría mal en desatender a la otra Francia, la que ha votado por Marine Le Pen, en la que se expresan con mayor crudeza las consecuencias, sin duda inevitables, del proceso liberalizador más notable que ha conocido Europa. Son desequilibrios sociales, pero también territoriales, que no son exclusivos del Hexágono, a los que las instituciones europeas no han prestado la suficiente atención y que no pueden atribuirse exclusivamente a la crisis económica, como demuestran los avances de los antisistema en los propios baluartes de la Europa más rica. El nuevo presidente no sólo está obligado a recuperar el liderazgo francés en Europa, contrapeso necesario a la potencia económica alemana, sino de reincorporar al proyecto a esos sectores de la población que, en el desconcierto de una época difícil, creen en las promesas vanas de la vieja demagogia populista. No va a tener, precisamente, una tarea sencilla. Primero, por la magnitud del desafío económico de un país que no ha sido capaz de modernizar sus estructuras institucionales y empresariales al ritmo necesario. Segundo, porque es un presidente que carece de una formación política que le proporcione el respaldo imprescindible. Los votos de Emmanuel Macron son, en buena parte, préstamos de la derecha y la socialdemocracia, impelidas por la necesidad de frenar a sus respectivos extremos: los que representan Marine Le Pen y el proyecto de izquierda radical de Jean Luc Melenchon, ambos abiertamente antieuropeos. Pero las elecciones de ayer demuestran con su alto nivel de abstención –el mayor desde 1969, con más del 23 por ciento– y con el elevado porcentaje de votos en blanco o nulos –casi el 11 por ciento– la amplia división política en la que ha caído el país y que, con toda seguridad, cristalizará en las próximas elecciones legislativas de junio, de las que se espera un Parlamento fragmentado y con los partidos tradicionales en baja. No está claro todavía que opción de Gobierno elegirá el nuevo presidente para afrontar su mandato. Ni siquiera con qué apoyos contará en el caso de que no se decida a construir, con la urgencia debida al calendario electoral, su propia formación política. Pero habrá tiempo para ese análisis. Hoy, lo que cuenta es que Francia será dirigida por un hombre todavía muy joven, alejado de los extremos, con los pies en la tierra y con la experiencia de quien se ha formado profesionalmente en el mundo de la economía real. Y, sobre todo, de un europeísta convencido.
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