Nacionalismo

Preparados para lo peor con Torra

La Razón
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Encabezábamos nuestra posición editorial tras conocer la designación de Quim Torra como aspirante a la Presidencia de la Generalitat con la idea de que Carles Puigdemont había apostado por «una marioneta para la confrontación» con el Estado. Después de escuchar su discurso en la primera y frustrada sesión de investidura en el Parlament, los presagios más pesimistas deben darse por confirmados. Las palabras del candidato refrendaron el discurso golpista contra el orden constitucional que ha empujado a Cataluña al peor momento de su historia democrática y a que buena parte de los dirigentes separatistas se encuentren pendientes de que sus conductas insurrectas sean depuradas en los tribunales. Torra no templó gaitas, sino todo lo contrario, se manifestó con sus conocidos fanatismo y etnicismo. Quien esperara un ápice de templanza, sobrevenida tal vez por la responsabilidad institucional aparejada a su futuro cargo, erró de punta a cabo. Quedó claro que a Torra no le interesa esa mayoría de ciudadanos de Cataluña que no comparte el imaginario supremacista y ultra; para él, se ha cansado de decirlo, no son buenos catalanes y como tales los desprecia. En momento alguno se dirigió a ellos en términos de convivencia, entendimiento, comprensión y mano tendida para cerrar heridas. Lo suyo no es suturar brechas, sino provocarlas. Como Puigdemont, se arrogó la autoridad y la legitimidad como único depositario de la voluntad del pueblo catalán, sin que los disidentes tengan otro papel que someterse con mansedumbre a su ideario mesiánico. Por eso, Torra no presentó a la Cámara un nuevo comienzo para la comunidad, un programa de gestión de los asuntos públicos, un plan para responder a las necesidades de la gente en Sanidad, Educación, pobreza, dependencia, deuda o empleo, ni se acordó de las miles de empresas que el separatismo expulsó de Cataluña, sino que lo suyo fue el regreso al pasado reciente para reemprender la marcha a partir del 1-O –la consulta ilegal y fraudulenta–. Habló de que su mandato excepcional se centrará en la construcción de la república con la elaboración de una Carta Magna. La prioridad será desactivar los efectos del 155, revertirlo en suma, con la reapertura de las denominadas embajadas y su expansión internacional, y recuperar el contenido de todas las leyes aprobadas por el Parlament y suspendidas tras los recursos del Gobierno. No faltó el victimismo, especialmente referido a la situación de Puigdemont, del que aseguró que más temprano que tarde será investido como president legítimo. Un discurso frentista y de odio contra España al que describió como un Estado opresor que vulnera derechos como si la probable presidencia de un integrista como él no enmendará por sí sola su verborrea infamante. Trufar una presunta disposición al diálogo con el Estado en este muestrario de insultos fue otra provocación como sus referencias maledicentes a Rajoy, el Rey y la Justicia con ese chulesco asumiremos «toda la responsabilidad que se deriva de nuestros actos». Sin duda, lo hará, como sus predecesores, pues el que nadie está por encima de la Ley es un principio medular de la democracia. Es cierto que Torra habló y habló, pero no concretó más allá de grandes palabras, o de empatizar con los diputados de la CUP –sin ellos no le salen las cuentas de la investidura– con referencias a la renta básica, el feminismo y la lengua. Con un nuevo gobierno en Cataluña, el 155 decaerá, pero es un recurso que deberá estar sobre la mesa tras la amenaza golpista vertida por Torra y por si fuera capaz de pasar de las palabras a los hechos, lo que nos tememos. Al Gobierno le toca estar vigilante, actuar con firmeza y preservar la unidad constitucionalista; al PSOE y Cs, no minar esa cohesión y a todos no perder de vista que el epílogo de esta oscura trama sean unas nuevas elecciones. Con Torra hay que estar preparados para lo peor.