El desafío independentista
Torra pierde el sentido de la realidad
Lo realmente alarmante del plan de Joaquim Torra expuesto ayer es que fuera en un teatro –en el Teatro Nacional de Cataluña, eso sí– y no en el Parlament, que fue cerrado el 19 de julio a mitad de un pleno. Es ahí donde se deberían hacer las propuestas políticas, y donde todos los partidos pudieran tomar la palabra, especialmente la oposición. Pero prefirió un auditorio entregado, devoto, como es propio del caudillismo que rige desde hace demasiado tiempo la política catalana y que Torra interpreta con venenosa dulzura. No defraudó: fue un ejercicio de «agitprop» para preparar el anunciado «otoño caliente». Ayer empezó, pues, el otoño. Expuso las líneas maestras, que sólo es una, del nuevo curso político en Cataluña que pasa irremediablemente por fortalecer la opción de declaración unilateral de independencia a través de la presión en la calle en una cadena de movilizaciones. Si las negociaciones de Pedro Sánchez con la actual Generalitat se debe medir por lo expuesto ayer por Torra, sólo cabe extraer que o el presidente del Gobierno es un irresponsable capaz de aceptar los votos de los independentistas para mantenerse en La Moncloa, o que lo oído es la prueba de que esa entente no tiene el menor sentido. Torra se lo puso muy difícil a Sánchez. Su exposición fue un ejercicio de odio hacia España que fue más allá de las injurias, de la mentira y de la manipulación. Se situó en un nuevo plano no ensayado hasta ahora abiertamente: la fantasía que los sitúa fuera de la realidad. Es realmente difícil negociar en términos políticos efectivos con alguien que desprecia, insulta y sitúa al nivel de los regímenes totalitarios a todas las instituciones del Estado. Incluidos a todos los ciudadanos: no se puede entender el nacionalismo catalán en el actual momento sin esa pérdida de sentido de lo que es posible y de lo que es ilegal en una democracia madura, sea por mandato del pueblo de Cataluña o de cualquier otro: desafiar al Estado de Derecho declarando la independencia unilateral y querer tomar la calle en un gesto de provocación sin límite. Tener al frente de la Generalitat a alguien como Torra es un verdadero riesgo para la paz social y para la democracia. No sólo actuó como un iluminado («libertad o libertad») desde un púlpito impropio de una democracia moderna, sino como un irresponsable que desde el cargo que ostenta, aunque sea como vicario, hizo un llamamiento a la movilización general al enfrentamiento con el Estado. «No aceptaré ninguna sentencia que no sea la libre absolución», retó. Lo único relevante de lo oído ayer es la confirmación de que, pese a insistir en que el independentismo tiene la mayoría social, su incapacidad de crecer y cambiar la realidad de la sociedad catalana le obliga a ampliar el radio de protesta y situar en el centro de estas a Felipe VI bajo el criterio ominoso de que un ochenta por ciento de los catalanes «no quieren la Monarquía que amparó la violencia contra su propio pueblo». El llamamiento a una «marcha por los derechos civiles, sociales y nacionales» buscando la solidaridad en toda España es la constatación del aislamiento del independentismo. Acusar a continuación al pueblo español de «no ser dueño de su soberanía» es una pérdida del sentido de la realidad muy preocupante que, insistimos, sólo demuestra que Cataluña está gobernada por un grupo de nacionalistas más propio de los años 30, fundamentalista y con aires de la nefasta banda de Estat Català que tanto admira Torra. Su insistencia en ser un movimiento «democrático y pacífico» sólo indica las propias carencias. Diálogo, pidió, pero «para hacer efectivo el derecho de autodeterminación». La amenaza es clara y Sánchez debería replantear de manera inmediata su negociación con la versión más nefasta del nacionalismo radical. Lo que se evidenció ayer es que Cataluña necesita una mayoría centrada, moderada, que devuelva a sus instituciones a la realidad y utilice su autogobierno al servicio de todos los catalanes. Es urgente.
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