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ERES

Los delitos se excusan siempre que el delincuente sea «de los nuestros». «Es un corrupto, pero es nuestro corrupto»…, dicen tantos y cuantos españoles. Y, ahora, también lo dice el Tribunal Constitucional

En España, la corrupción no pasa factura política, «quod erat demonstrandum», desde los tiempos del Duque de Lerma hasta hoy. Al votante se la trae al pairo, pues está íntimamente convencido de que España es una finca okupada y que tanto amos como asaltantes siempre robarán. Además, los dueños no cambian: demasiado a menudo se puede encontrar un hilo conductor –familiar, partidario, oligárquico…–, que une al que mandó ayer con el que manda hoy y el que mangoneó anteayer, aunque sean de signos ideológicos aparentemente opuestos. Alguien me preguntó una vez: «¿Qué pasa, tú no lo harías…? ¡Pues yo sí!». Se refería a malversar, robar o aprovechar el poder cuando se tiene. Su desparpajo a la hora de confesar alegremente tal disposición al trinque de arcas públicas, me dejó pasmada. «No, yo no lo haría», respondí con la misma cachaza con que hablaba él. Su respuesta inmediata fue: «¡Ni hablar, no te creo! Tú, como todo el mundo, meterías la mano hasta el codo». No pude convencerle de lo contrario porque, como es obvio, nadie es impoluto «teóricamente». La corrupción solo se practica «cuando se puede» y quien no puede –como es mi caso, porque nunca ha tenido poder–, aunque presuma de integridad moral, tiene imposible demostrarla. España ha producido riquezas increíbles que, en su mayor parte, no redundaron en una población con memoria histórica –genética, incluso–, acostumbrada a ver la fortuna en pocas manos, sin dejar mucho para la ciudadanía. En tiempos de Plinio, las minas de Hispania suministraban a Roma unas siete toneladas de oro al año («veinte mil libras de oro anuales» procedentes de Asturias, Galicia y Lusitania). Oro, metales preciosos, fondos europeos, ERES andaluces…, han recorrido España sin dejar beneficio para la mayoría de españoles, acostumbrados sin embargo a ser testigos del latrocinio, y a disculparlo. Porque los delitos se excusan siempre que el delincuente sea «de los nuestros». «Es un corrupto, pero es nuestro corrupto»…, dicen tantos y cuantos españoles. Y, ahora, también lo dice el Tribunal Constitucional.