Apuntes
Esos incómodos jueces de derechas
En la II República, las izquierdas también sufrían el azote de los «fachas con toga» y de la Prensa desafecta.
En la primavera trágica de 1936, unas semanas antes de que un comando policiaco socialista asesinara al jefe de la facción monárquica en la Cortes, José Calvo Sotelo, el gobierno que presidía Santiago Casares Quiroga, el mismo que se comió con patatas, primero, la sublevación de los militares y, a continuación, la respuesta revolucionaria –en realidad, simple orgía de sangre de las izquierdas, que fue replicada con extremada diligencia en el otro bando–, tenía preparados tres proyectos de Ley de un alcance político e ideológico de lo más inquietante: una reforma de la Justicia, para «republicanizarla», que sometería las sentencias de los jueces al control de un Tribunal Especial ajeno a la magistratura e integrado por representantes de los partidos políticos y las asociaciones obreras; una reforma del reglamento de las Cortes que hacía innecesaria la discusión en Pleno de los proyectos legislativos, y la sustitución, a partir de octubre de ese mismo año, de toda la oficialidad del Ejército en Marruecos, en virtud de una ley con efectos retroactivos.
Los tres proyectos legislativos, que el cadáver de Calvo Sotelo, tirado en la puerta del cementerio del Este, frustraría por razones de fuerza mayor –se establecieron tribunales populares, desaparecieron las derechas del Parlamento y la oficialidad de Marruecos andaba pegando tiros por la Península– respondían a una lógica política impecable desde el punto de vista de las izquierdas republicanas, marxistas o no, porque era intolerable la existencia de jueces y magistrados empeñados en aplicar las leyes contra miembros de los partidos del régimen, las discusiones parlamentarias eran superfluas ante la mayoría aritmética de los formaciones que sostenían al Gobierno y, además, Calvo Sotelo y Gil Robles, el de la CEDA, se estaban poniendo muy pesados, y de los militares en África, visto lo visto, había poco que explicar. Quedaba la cuestión de la Prensa, pero se había solucionado por la imposición del Estado de Alarma, con censura previa de los medios, multas de espanto y cierres gubernativos, y, si no, quedaba la opción de la gasolina para incendiar las redacciones de los desafectos.
No sé si, con estas consideraciones, incumplo algún artículo de la ley de memoria democrática –de hecho he callado por precaución que Santiago Casares Quiroga era masón, como la mitad del Gobierno–, pero me ha parecido un asunto interesante, porque las pulsiones políticas son como la energía, que ni se crea ni se destruye y únicamente se transforma. Vaya por delante que hacer paralelismos entre la España democrática actual y la que se resolvió en la tragedia de una guerra civil es absurdo, aunque sólo sea porque el PSOE no tiene milicias armadas, a los «fascistas con toga» les protege el ordenamiento jurídico constitucional y los militares están a sus cosas, que es, ahora mismo, reforzar a los aliados de la OTAN en las fronteras amenazadas por Rusia.
También, porque hemos hecho –mi generación algo ha tenido que ver– un país estupendo en el que merece la pena vivir y en el que conviven unas gentes diversas en todos los sentidos a las que no veo con sentimientos homicidas. Dicho esto, agradecería a los apóstoles del «yo tengo más votos que tú y te jodes» que moderaran el discurso. Total, no hace falta que Conde Pumpido se chotee del sistema judicial si, total, a Pedro Sánchez no lo van a sacar de La Moncloa ni con agua caliente.
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