El canto del cuco
Eugenio Nasarre
La clave de la vida de Eugenio Nasarre, que acaba de apagarse aquí abajo, está en sus profundas convicciones religiosas. Era un buen cristiano, con una entrañable vida familiar
Conocí a Eugenio Nasarre hace más de medio siglo y, desde entonces, con más o menos intensidad, habíamos mantenido el contacto, que en los últimos tiempos se había vuelto cercano. Constantemente nos intercambiábamos artículos y opiniones. Su inesperada muerte me ha conmocionado. Uno se encuentra en la vida con pocas personas de la talla moral, espiritual e intelectual de este hombre que se ha ido en silencio. Nunca le gustó hacer ruido. Ni siquiera en su tiempo de político activo, como diputado o alto cargo en el Ministerio de Educación o cuando le tocó, con UCD, el endiablado puesto de director general de RTVE. Lo suyo era la comunicación, la enseñanza, Europa y, por supuesto, la política. Sobrepasaba ampliamente el nivel medio de la actual clase política. Desde sus firmes convicciones democristianas y europeístas trabajó siempre por la concordia. Últimamente estaba muy preocupado por lo que está pasando en España y había promovido iniciativas en defensa de la Constitución.
En la pasada Navidad me mandó este mensaje: «¡Cómo pasa el tiempo! Hace 60 años dábamos los primeros pasos en la Escuela y yo publiqué mi primer artículo en Signo». Por esas cosas del destino o de la providencia, Nasarre y yo estudiamos juntos en la Escuela de Periodismo de la Iglesia, la de Herrera Oria, y en la Facultad de Filosofía y Letras. Por la mañana en la Facultad y por la tarde en la Escuela. Y participamos juntos en las protestas estudiantiles contra el régimen franquista, aunque ni él ni yo tiramos nunca piedras a los «grises». Nos movíamos en la JEC (Juventud Estudiante Católica). Aún no se ha hecho justicia al papel de los católicos, mucho más importante que el de los comunistas o socialistas, en la llegada de la democracia. No sólo tras la muerte de Franco, con el protagonismo de UCD y la Iglesia posconciliar en la Transición, sino en el agitado tardofranquismo. En el campo de la comunicación, que era en el que Eugenio Nasarre y yo más nos movíamos, baste señalar a «Signo», «Cuadernos para el Diálogo» o la labor iluminadora de los «Tácito» en el diario «Ya». Es de justicia reconocerlo.
Pero me parece que la clave de la vida de Eugenio Nasarre, que acaba de apagarse aquí abajo, está en sus profundas convicciones religiosas. Era un buen cristiano, con una entrañable vida familiar. Acababa de celebrar con Maxi, su mujer, y sus hijos sus bodas de oro matrimoniales en Roma. Nunca perdió la fe, en el tsunami de increencia que nos invade. La fe, dice María Zambrano, es el argumento de la esperanza.
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