Tribuna

Europa, dos semanas más contemplando la guerra

En esta Europa decadente, a ojos vistas, la guerra continúa, acaso como expresión de la guerra continua. No nos conformemos

Europa, dos semanas más contemplando la guerra
Europa, dos semanas más contemplando la guerraBenavides

La frustración europea por su exclusión del primer plano de las negociaciones, ante cualquier salida de la contienda en Ucrania, continúa ocupando una parte del devenir acontecimental de los últimos días. La atención pública discurre entre el horizonte marcado por Mr. Trump; el «maléfico» Putin y el presidente ucraniano Zelenski. Las informaciones al hilo de la sensación transmitida, por el entorno de estos tres personajes, quedan lejos y cerca a la vez. Además cambian con demasiada frecuencia. Las impresiones acerca de la más reciente conferencia telefónica, Trump-Zelenski, han servido para calificar tal suceso de «positivo, sustancioso y firme…».

Mientras, el callejón del miedo, deambulatorio de los cobardes, instigadores de la más absurda de las guerras, se halla sobresaturado de personajes, a los cuales sería aplicable como poco, el denominador común de la insensatez. Ya se sabe que la guerra resulta habitualmente de las formulaciones de los «pacifistas» a ultranza. Pero también del belicismo sin límites de quienes claman por una escalada armamentista. Aunque al presidente de lo que queda de gobierno (pacifista/belicista por horas) no le gustan las palabras con significado claro, y prefiere la música a la letra, la eufonía a la verdad, con expresiones como «mejorar nuestra seguridad».

La credulidad de quienes pudieran admitir estas fórmulas placebas, pasaría por aceptar que el viejo adagio, «si vis pacem para bellum», resulta de eficacia absoluta. La historia se muestra más próxima a corroborar, casi siempre, lo contrario. La guerra ha sido, al menos, tan frecuente como la paz. Cuando en 1795, en el contexto de los Tratados de Basilea, publicaba Kant su texto sobre La Paz Perpetua, advertía que la paz no es un «status naturalis», sino sólo posible desde la razón práctica como guía.

La paz como un fin y un deber, al igual que la libertad y la democracia, no es un don y, desde luego, nunca será perpetua, salvo que nos empeñemos en juegos, como los que muchos exigen ahora, capaces de convertir el mundo en un cementerio universal. Una cosa es que la guerra tienda a ser un fenómeno humano recurrente, y otra que constituya la única posibilidad de futuro. La convivencia sobre el miedo, la sombra de la Guerra Fría con su supuesta eficacia, ¿garantizarían la paz? Una lectura de La Paz Perpetua nos muestra un catálogo de riesgos inasumibles al día de hoy. En esta Europa decadente, a ojos vistas, la guerra continúa, acaso como expresión de la guerra continua. No nos conformemos.

A pesar de todo, la guerra más cercana e importante para los españoles, se desarrolla en la Carrera de San Jerónimo. Algunos síntomas de esta lucha por el poder podrían anunciar que, el fin del gobierno Sánchez, está más próximo que la paz en Ucrania. Y eso que ésta se ha señalado, (con el mismo rigor), para los próximos meses. Ciertamente, la marea de la corrupción amenaza, cada día más, con anegar La Moncloa, superando los peligros de ese fiero río, hasta ahora en fase de aprendizaje, más próximo al palacio de Sánchez.

No hay muro de contención capaz de evitar la ruptura del Gobierno, ante la creciente avenida de inmoralidad. Las maniobras de desagüe siguen con las tácticas habituales, pero con eficacia decreciente. Ni todos los fontaneros, ni bomberos, ni agentes de protección política, serán capaces de mantener un edificio que amenaza ruina. Hasta la argamasa alimenticia, que venía sustentándolo, da muestras de peligroso desgaste. La cosa pinta «fea» y el aguerrido presidente del PP exige, con decisión inaudita, la celebración de elecciones. ¡Ya! Tal vez tenga éxito, porque el inefable Tezanos se ha adelantado, como siempre, a asegurar un espectacular crecimiento del PSOE.

La democracia, su degradación y corrupción desde la indignidad, la mentira y la irresponsabilidad de los políticos, provoca la anulación del sentido del lenguaje, del debate político, y de cualquier legitimación como búsqueda del bien común; sustituido ciertamente por el aprovechamiento particular. La inmoralidad y la inutilidad del debate en un parlamento nacional, incapaz de aprobar los presupuestos del Estado, pero decidido a mantener sus prebendas, contra viento y marea, cuestionan seriamente su propia necesidad. A la serie de locuciones vacías, faltas de cualquier ética, a las que se ha reducido, se añade, la estética más abyecta de los constantes gestos de desprecio, hacia el resto de los diputados y, aunque no lo crean, a ellos mismos. El Congreso se convierte entonces en un teatrillo bufo, con poca o ninguna gracia, ni el menor sentido del humor.

Se entiende así que esta democracia, en permanente libertad menguante, hija de la mentira, ayuna de dignidad y responsabilidad, está condenada a limitar su objetivo, a convertirse en la expresión del mal menor, abandonando la que debiera ser su verdadera obligación, la de buscar el bien mayor.

Emilio de Diego.Real Academia de Doctores de España.