Tribuna

Las formas y el fondo

«La vulgaridad en los modales hace vulgar el corazón»

El 24 de enero ocurrió en Madrid un episodio de todos conocido, en un acto académico de una prestigiosa Universidad española. El incidente, aun habiendo sido ampliamente difundido, puede ser de interés para reflexionar sobre él.

Personalmente, dejé pasar unos días en un intento de sobreponerme a la vergüenza que me embargó como universitaria. Después, observé repetidas veces la intervención de la alumna, galardonada por lograr el mejor expediente de su promoción. Me fijé en su modo de expresarse, en su lenguaje corporal, en el contenido de sus palabras, en los motivos que le llevaban a estar allí, en el desprecio que manifestaba por el galardón recibido, en el agradecimiento que dirigía a sus profesores, … Me quise «poner en sus zapatos» intentando comprender aquel comportamiento tan discordante con el espíritu académico del acto en cuestión. Reconozco que alguna simpatía me inspiró al poner de manifiesto que no había tenido suerte, que le había faltado la figura paterna y … el reiterado agradecimiento a su madre, allí presente.

Es evidente que –siendo el mejor expediente de su promoción– habría asimilado lo que los «reconocidos» profesores pretendieron inculcarle. Y es aquí, donde afloró alguna cuestión quizá clarificadora: ¿no se habrá convertido nuestra universidad en una escuela de subversión? ¿Acaso no hacemos entender –en el ámbito universitario– que una civilización se califica a sí misma por el modo de tratar a las personas, compartan o no las propias posiciones?

La Universidad es, por definición, el lugar de encuentro para aprender lo que es incuestionable en cualquier área de conocimiento (como que el cerebelo está donde está, o que la Guerra de la Independencia española tuvo lugar de 1808 a 1814) y para discutir –en el más estricto sentido anglosajón– todo lo demás respetando a los que discrepan, que siempre aportarán otro punto de vista o incluso nos harán entender que hemos de matizar o ampliar nuestro discurso.

Dicho esto, hay algo que no es baladí en la formación universitaria. Me refiero a la importancia de las «formas». Porque las formas no sólo expresan el fondo: lo arrastran y a menudo lo preceden. «Más pronto o más tarde, la vulgaridad de los modales hace vulgar el corazón (…). Una juventud, que por sistema se disfraza de granuja, más pronto o más tarde, tendrá costumbres de granuja (...). Un hombre que se da aires de bruto, tendrá rápidamente costumbres de bruto. Lo exterior implica lo íntimo. Y si la educación, el progreso exigen esfuerzo, la degradación es caída sin obstáculos». Lo he escrito de memoria, por las innumerables veces que he pensado y hablado de este tema, pero lo escribo en cursiva por no adjudicarme tan certeras reflexiones de André Priéte, en sus memorables «Cartas a los Revolucionarios bien-pensantes».

Es obvio que el cuerpo tiene su lenguaje. La persona se comunica con su cuerpo, sobre todo, con la cara –la mirada en especial– y las manos: ahí se asoma la persona y se expresa. En esa proyección para transmitir algo personal influyen las formas adoptadas en el modo de decir, en el modo de expresarse, en la forma de presentarse. Las formas no sólo expresan el fondo, sino que además lo arrastran porque vamos «haciéndonos a la forma» de las formas que escogemos, para expresarnos, manifestarnos o presentarnos.

En nuestra civilización, hay una pretensión de liberarse de las formas, acusándolas de artificiales o convencionales. Pero lo cierto es que no hay procedimiento para escapar de las formas, porque siempre que se hace algo, se hace de una forma. Ese naturalismo anti-formalista desemboca en la uniformidad, en el estereotipo. Podemos concluir que las formas son convencionales, pero no lo es el formalizar: el dar forma es algo natural, es más inevitable. El dilema se plantea en la forma por la que opto. El dilema está en la selección del modo más adecuado de manifestarse (hablar, vestirse, presentarse), como expresión de lo que soy.

Si opto por algo, si lo elijo, es porque me gusta. Si el gusto (estar a gusto, serme connatural) es simpatizar entre nosotros y lo elegido, éste dependerá de nuestra psicología, de nuestras costumbres o pretensiones. Según lo que elijo me manifiesto: el interior no permanece a salvo, inmutable o independiente, respecto a las formas de expresión elegidas, y al elegir voy siendo eso que he elegido. Lo explicaba Edmond Barbotin en «El lenguaje del cuerpo»: «Tal como me muestro, así quiero ser visto. Por mi exterior traduzco en los hechos la idea de mí mismo. Manifiesto públicamente cómo me concibo y me veo. Invito a la mirada del otro (…) a que comparta ese juicio de mi».

En una sociedad, como la nuestra, en la que se impone lo zafio, lo soez, lo incorrecto, lo descontextualizado, … alguien tiene que aplicarse a hacer entender el déficit de sensibilidad que todo esto manifiesta. En todas las etapas de la educación, particularmente en la Universidad, hace falta un esfuerzo por enseñar a cultivar la sensibilidad que tanto acierto aporta a la correcta elección de las formas. Asignatura pendiente, sin duda.

Inma Castilla de Cortázar Larreaes Catedrática de Fisiología Médica y Metabolismo.