Tribuna

El gran interrogante de Malta

Me acuerdo entonces de Enrique Rojas, el eminente psiquiatra, cuando escribió que «el ser humano está cada vez más preparado para vivir instalado en la incertidumbre, el desconcierto y la perplejidad». En Malta saben mucho de eso.

Conozco a mucha gente que cree haber estado en Malta solo porque el crucero que contrataron los dejó unas horas en La Valeta. Sus relatos suelen frustrarme. Se quedan con una idea paupérrima de la isla que se limita a sus murallas, sus muelles, con suerte a Caravaggio y quizá a los vestigios aún visibles de la Orden del Hospital. Solo los más espabilados cuentan cómo se tropezaron con su pequeño Museo Arqueológico, en la bulliciosa calle República, y alucinaron al descubrir que el archipiélago maltés esconde el mayor tesoro megalítico del Mediterráneo. Entonces los abrazo, emocionado. El museo es un viejo palacio barroco, descascarillado, de vitrinas decimonónicas, que lleva años siendo uno de mis destinos «secretos». Acoge piezas de hace más de siete mil años, cuando las islas recibieron pobladores que trajeron consigo una técnica sorprendente para mover rocas de hasta treinta toneladas de peso, y que los retrata como gentes obsesionadas por marcar las islas con templos que hoy parecen de otro mundo.

El encuentro de los cruceristas con el museo les provoca una mezcla de alegría y chasco. Se conmueven ante la «dama durmiente» de Hal Saffleni, la delicada figurilla de terracota de cinco mil años que muestra a una mujer oronda echándose una siesta. O frente a la «Venus de Malta», erguida y orgullosa, que emana un magnetismo que jamás captan sus móviles. Pero entonces se lamentan de no tener más tiempo para explorar los recintos en los que se desenterraron. Las fotos que cuelgan de sus paredes les ponen los dientes largos. Allí ven la maqueta de Ggantija, un recinto lobular levantado con rocas colosales. O las misteriosas espirales grabadas en los alféizares de Tarxien que, según los expertos, evocan el ciclo del «eterno retorno» de la Naturaleza que entendieron como algo sagrado sus primeros agricultores.

Todo en ese lugar es vetusto… salvo una sala marcada con un enorme signo de interrogación en el suelo. Se trata de una habitación discreta, iluminada con leds, que desde no hace mucho informa a los cruceristas que Malta alberga un misterio todavía más grande que sus templos. Hay más de medio centenar de puntos en el archipiélago –parcelas que van desde unos pocos metros a varias hectáreas de extensión– en los que el suelo rocoso revela extraños surcos, a modo de raíles, que cruzan en todas direcciones. Los arqueólogos coinciden en afirmar que son muy antiguos –lo evidencia su enorme grado de erosión– y de manufactura humana.

El signo de interrogación gravita sobre una réplica de las profundas incisiones que allí llaman cart-ruts o «huellas de carro». Por supuesto, no se sabe si lo son. Para horadar la caliza hasta el punto de erosionarla así habrían de haber soportado un tráfico intenso, con ruedas remachadas de clavos y cargas muy pesadas. Y no hay evidencia de tales. En 1647, un anticuario llamado Gian Francesco Abela fue el primero en fascinarse con ellas, pero su enorme diversidad morfológica le impidió interpretarlas. Los cart-ruts son líneas paralelas talladas en roca que varían demasiado en calibre, distancia entre hendiduras, e incluso en la forma de su base. Y por si eso fuera poco, en plazas como Ghar Lapsi se pierden mar adentro, como si indicasen el camino hacia un recinto hoy sumergido. Muchos pueden verse cerca de los templos prehistóricos y sugieren que formaban parte de ellos. Pero otros, sin embargo, están tan lejos que resulta absurdo vincularlos.

Yo nunca he sido crucerista en Malta. Y doy gracias. Eso me ha permitido pasar semanas saltando de isla en isla viendo y fotografiando cart-ruts. He rastreado la literatura arqueológica local hasta los escritos de Emanuel Magri, el hombre que en 1912 descubrió la «dama durmiente», y sé que éste denunció que incluso en islotes tan pequeños como Filfla –una roca del tamaño de dos canchas de tenis frente a los templos de Hagar Qim y Mnajdra– hubo «huellas de carro». Las hubo. Filfla se usó durante años como diana para pruebas de artillería y esos «caminos» han volado.

De todas las hipótesis que he recogido intentando despejar el interrogante del museo de Valeta, una todavía me ronda. Malta es una isla que siempre ha necesitado agua dulce. Tal vez los surcos fueron «dispositivos» neolíticos para capturar y conducir las lluvias a pequeñas cisternas o recipientes hoy desaparecidos. La idea es buena, pero reconozco que se antoja absurda cuando se visitan fincas como «Clapham Junction» –llamada así porque recuerda al mar de vías ferroviarias de ese nombre a las afueras de Londres. El lugar tiene demasiados cart-ruts y, además, se cruzan en un caos impenetrable. Allí, claro, ese desorden invita a dejar volar la imaginación. No me extraña que Erich von Däniken viera en ellos alguna clase de vestigio tecnológico extraterrestre. O que otros hayan visualizado a rebaños de mamuts afilando sus colmillos contra la roca. Es lo que pasa cuando nadie sabe nada.

Me acuerdo entonces de Enrique Rojas, el eminente psiquiatra, cuando escribió que «el ser humano está cada vez más preparado para vivir instalado en la incertidumbre, el desconcierto y la perplejidad». En Malta saben mucho de eso. Y pienso en esos cruceristas que hacen escala en el archipiélago y que, a menudo, ni siquiera tienen la suerte de sentir sensaciones así. Pobres. Ninguno se hace las preguntas adecuadas sobre la mágica tierra que acaban de pisar. Les falta tiempo para observar y pensar.

Como a casi todos, vaya.