Aquí estamos de paso

Hacerse preguntas

Todavía queda quien juzga con criterio y no se traga los caramelos que le tiran desde las carrozas del poder

El ala izquierda del Gobierno ha perdido otra oportunidad de mostrar la consistencia de sus posiciones con lo de los avales para que los jóvenes se compren una vivienda. En público lo critican pero luego lo aprueban sin despeinarse en Consejo de Ministros.

Las tragaderas de esta gente son sólo equiparables a la ausencia de mesura y pudor de su jefe a la hora de soltar promesas.

Comparten la misma razón para el desatino, la supervivencia política. Unos porque saben que la permanencia en el Gobierno, aún al precio de ver pasar ante ellos el cadáver de sus principios, es el único valor que objetivamente poseen. El otro, que carece de principios cuyo cadáver velar, porque necesita seguir al frente del Gobierno para que no se desmorone el precario andamiaje sobre el que ha construido su propia marca personal. Sánchez se ha obligado a sí mismo a pasar a la Historia de España como el mejor político del actual periodo democrático. No porque objetivamente lo sea, sino porque él se ve así. Y necesita culminar su obra. ¿Cuál? La que sea. Da igual sacar al dictador de su tumba o conseguir que los chicos y chicas viajen gratis en tren. El caso es que los tiempos y las generaciones futuras tengan en él un referente para el porvenir.

Su megalomanía no tiene freno ni parangón. ¿Síntomas claros? Su patológica afición a los digodiegos y su desmedida inclinación a prometer y prometer aún a riesgo de terminar hartando hasta al personal más afín.

No es que pase por encima de cualquier razonable sensación de impunidad, es que estima que alguien como él puede perfectamente decir una cosa y la contraria sin el menor problema moral o consecuencia política alguna, o que nadie va a cuestionar la solvencia y compromiso de futuro de sus promesas, aún las más insólitas e imposibles. Y si alguien exige responsabilidades o cumplir lo prometido, se le señala con el dedo de descalificar, que suele ser el mismo de nombrar y prometer, y asunto resuelto, a la siguiente casilla.

Hay un infantilismo en lo público que contribuye a debilitar la ya de por sí famélica consistencia de eso que un día se llamó pensamiento. No hay tiempo que perder en tonterías, la vida se tuitea o se tiktokea y lo que no cabe en los límites de esa banalidad de ideas y expresión se arroja fuera de escena.

Es una mirada simplona de la realidad, pero parece que hay una suerte de abono a ella por parte de quienes ejercen el poder político. Como si trabajaran con la hipótesis de que los errores, las mentiras o la falta de principios no fueran a ser tenidos en cuenta por una ciudadanía que al fin y a la postre navega en el mismo ecosistema de banalidad generalizada.

Y puede que en parte sea así, y por eso este poder de desmedida frivolidad, tanta como ineficacia, mantiene aún el apoyo de gran parte de la ciudadanía. Pero hay un recorrido de encuestas que apunta en la dirección de que todavía queda quien juzga con criterio y no se traga los caramelos que le tiran desde las carrozas del poder.

Alienta pensar que si la política refleja la sociedad de la que parte, el descaro e insolvencia de sus actuales gestores es tal, que hasta los más conformistas empiezan a hacerse preguntas.