
Quisicosas
No hay espacio más ancho que el dolor
En realidad, suicidio y eutanasia no son decisiones tan personales como nos dicen, son males sociales, fruto de la incapacidad para ponerse en el lugar del otro
El verso es de Pablo Neruda y hay que padecerlo para entender. Un paciente que ingresó terminal en el centro de cuidados paliativos «Laguna» de Madrid y que reclamaba a voces la eutanasia, prescindió taxativamente de semejantes exigencias tan pronto se le hizo dormir durante varios días. Estaba, sencillamente, agotado tras meses sin dormir apenas y el control farmacológico del dolor le hizo concebir el tiempo que le quedaba como una magnífica posibilidad para reconciliarse con su hijo. El sufrimiento extremo es difícilmente soportable. Yo no lo entendía hasta el curso anterior, cuando una operación deficiente me dejó seis meses condenada a vagar por las habitaciones todas las noches entre espasmos extremos. Luego vino el doctor Sajonia-Coburgo y solucionó el tema.
La Razón publicaba que tres enfermos con dolores neuropáticos extremos, atendidos en el Hospital del Mar de Barcelona, habían renunciado a la eutanasia –que previamente habían pedido– gracias a una técnica experimental de introducción de electrodos en el cíngulo anterior del cerebro, por debajo del córtex, en la zona que regula el componente afectivo del dolor. Los pacientes eran de mediana edad, dos mujeres de 50 y 54 y un varón de 64, con padecimientos constantes posteriores a diversos traumatismos. El hombre sufría dolores en el sacro, una de las mujeres en un pie y la tercera, tremendos dolores de cabeza. Es curioso que las sensaciones no desparecieron del todo, pero sí la percepción de que eran insoportables. Qué complejos somos.
El dolor carece de baremos fiables. Su percepción es personal e intransferible y cambia a lo largo de la vida. Las mujeres, por ejemplo, lo toleran peor tras la menopausia. Y parece que los varones son más susceptibles o, al menos, se quejan más.
Creo que no queremos morir, lo que deseamos es no sufrir. Por eso es crucial la investigación y de ahí la importancia del hallazgo del equipo del Hospital de Mar, que han recogido las revistas internacionales especializadas. Ocurre lo mismo con la eutanasia, que es sólo una expresión de la desesperanza y el miedo. Una persona bien acompañada y asesorada puede afrontar la enfermedad y la agonía, pero abandonados a nuestras pobres fuerzas es fácil que cojamos la puerta de atrás. En realidad, suicidio y eutanasia no son decisiones tan personales como nos dicen, son males sociales, fruto de la incapacidad para ponerse en el lugar del otro. Las sociedades son tanto más eutanásicas cuanto más profundo es el individualismo. Eutanasia y suicidio son síntomas, gritos de auxilio colectivos, expresados por sus miembros más débiles. Francisco Alonso Fernández, presidente de la Asociación Europea de Psiquiatría Social, me explicó que el suicidio es una enfermedad. Que estamos programados para la vida y los impulsos tanáticos revelan una depauperación de las defensas de supervivencia.
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