Aquí estamos de paso

Sobre la impostura

Tengo la impresión de que darle algo más de verdad al deseo de felicidad ajena, buscar la forma de dar sin esperar recompensa, es uno de los placeres más íntimos que podemos experimentar

Hoy es el día. Anoche cenamos con la familia, hoy volveremos al encuentro en torno a una mesa y nos felicitaremos y desearemos al próximo que el año que va a entrar sea propicio y, a ser posible, mejor que el que despedimos. Hay una suerte de embriaguez colectiva y celebrada de buenos deseos que se transmiten como corriente eléctrica en todas las direcciones posibles y con vocación de ida y vuelta. Y es grato. Y hasta enternece el modo en que los huraños se reblandecen y los blanditos se deshacen, y los jefes desean lo mejor a sus subordinados, y los cuñados enfundan los puñales y se dan la mano, y los alejados regresan y a veces hasta las parejas se reconcilian.

La impostura evidente de toda esta liturgia se diluye en el hecho incontestable de que el personal se transmite buenos deseos aunque no se soporte, y eso ya es algo digno de aplauso, y la singular circunstancia de que mucho de este juego de toma y daca de bonhomía temporal, tiene también que ver con la construcción de un ambiente y, por ser fieles al tiempo presente, un relato que se dibuja y escribe sobre todo para el público infantil. Hay un recuerdo de ilusión que casi todos guardamos en algún rincón de la memoria, cuando creíamos que los reyes eran ellos mismos y el carbón un castigo. Con el tiempo descubrimos los límites de la monarquía y el valor energético de la brillante piedra negra, pero hasta entonces las navidades eran una fiesta, desde la Nochebuena hasta el día después de Reyes. Hoy lo seguimos celebrando. Quizá la mayoría lejos de la verdad original, religiosa y de gratitud, de lo que estos días se conmemora, pero participando casi todos en una atmósfera única de este tiempo.

Casi todos. Porque bajo la enagua de esta ceremonia de abrigo y encuentro, hay también una corriente de frustración, de dolor inevitable, de sentimiento de marginalidad entre quienes asisten al espectáculo sin poder formar parte de él. Cuantas más luces, villancicos y deseos de felicidad, más bruma, más silencio y más amargura para quienes la pobreza o la soledad no permite participar en la fiesta. Conviene que de una u otra forma los tengamos también presentes. No sé cómo, francamente: recuerdo con pavor aquella miseria de supuesta caridad que proponía sentar a un pobre a su mesa. Pero acaso no fuera mala cosa que al brindar con los mejores deseos, que al escribirnos los propósitos de año nuevo, tuviéramos en cuenta lo que hemos hecho, hacemos y podemos hacer por aliviar el sufrimiento de los demás. Empezando, quizá, por no engañarnos, por no esperar de nosotros y los más cercanos más de lo que somos y podemos dar. Y si es posible, siguiendo por mirar alrededor para ver qué se nos presenta como posibilidad de hacer algo por otros. Quién sabe si hasta renunciar a algo por otros.

No se trata de amargar fiestas ni apelar a una inexistente vocación general de misionero o médico sin fronteras, pero tengo la impresión de que darle algo más de verdad al deseo de felicidad ajena, buscar la forma de dar sin esperar recompensa, es uno de los placeres más íntimos que podemos experimentar. Siempre es bueno planteárselo. Hacerlo ahora contribuiría a que la impostura lo fuera un poco menos.