Tribuna
El mito de las dos Españas: explicar lo inexplicable
No podemos explicar el mito, pero su narrativa nos hace comprender de forma inmediata un tema o tópico clave de la esencia hispana
Toda leyenda o relato sobrenatural que se interne en el territorio de lo fantástico o lo arquetípico no pasa a ser automáticamente un mito. Ni tampoco los personajes históricos que han devenido tras su peripecia vital en legendarios se convierten inmediatamente en protagonistas o categorías arquetípicas del mito. Hay algo más profundo que nos conmueve. Lo que subyace en el fondo de la narrativa mítica es siempre una suerte de esquema que tiene que ver, por un lado, con la trascendencia del ser humano y que, en cierto modo, se enseñorea sobre sus otras narrativas, más positivistas o lógico-racionales, obteniendo el favor de incontables generaciones que lo interiorizan en lo por venir. Por otro lado, se intuye tras el mito la presencia de secretas fuerzas motrices que explican de manera inefable el devenir del mundo, del colectivo y del individuo. Se intuye esencialmente qué es un mito al recibirlo o transmitirlo, pero no es sencillo definir lógicamente lo que es. Hay algo de contradictorio y apofático, de arcano e inexpresable, en la narrativa mítica que consigue trasladarnos de una manera fácil, pero imposible de analizar racionalmente, los temas más diversos o complejos de la sociedad, la política, la familia o el individuo. Por eso creo que el mito, más que un relato, encarna una forma de discurso o de narración esencial y que forma parte de la manera en que el cerebro nos cuenta el mundo, más allá de lo que percibimos a través de los sentidos. Así, mientras que lo mítico no es simplemente lo legendario o lo sobrenatural, los personajes que pueblan los mitos o los arquetipos trascienden de alguna manera la literatura patrimonial para insertarse directamente en nuestros mecanismos cognitivos, en la forma que tenemos de intentar explicar lo inexplicable. Así sucede con muchos esquemas de la narrativa patrimonial, del cuento maravilloso o de la mitología, que cunden en diversas latitudes y que intentan dar una explicación a veces ingenua, mágica, «naif», literaria o intuitiva, a problemas eternos y quintaesenciales sobre el ser de las cosas.
Entre nosotros, por supuesto, ha preocupado siempre en ese sentido el problema del «ser de España», que es tan arcaico como actual. Y no me refiero solo a la controversia relativamente reciente entre Américo Castro y Sánchez Albornoz, sino que es algo que hunde sus raíces en la historia más remota: estoy convencido de que se puede intuir también de alguna manera, más o menos lejana e incluso mitológica, en las fuentes latinas, visigóticas, árabes o romances, entre muchas otras, de la historia antigua y medieval de la Península Ibérica. El llamado problema del ser de España se ha solido explicar desde antiguo con un esquema de ontología mítica, maniqueísta y arquetípico, bien simbolizado por el llamado «mito de las dos Españas». Encarna este, ciertamente, algo inexpresable que permite comprender al punto una suerte de conflicto larvado y esencial que enfrenta a un país indescifrable con dos almas siamesas y fratricidas, en una suerte de maldición bíblica y generacional que lo asuela de forma cíclica. Ese esquema mítico lo han evocado diversos autores, desde aquel famoso dicho de Larra en El Día de Difuntos de 1836 –Fígaro en el cementerio: «Aquí yace media España; murió de la otra media»–, que ha evolucionado hasta Pérez Galdós o Antonio Machado con su famoso «Españolito que vienes / al mundo te guarde Dios. / Una de las dos Españas ha de helarte el corazón».
También el pensamiento español ha asumido el tópico, tan inserto en los proverbios sobre las luchas fratricidas y familiares hispanas, sobre todo desde el Regeneracionismo y el 98, con Joaquín Costa en su «Introducción a un tratado de política textualmente de los refraneros, romanceros y gestas de la Península» (1881) o en «Oligarquía y caciquismo» (1901), y, por supuesto, también en el «Idearium español» (1896) del malogrado Ganivet o en la evocación que hace Unamuno al respecto de la historia bíblica de rivalidad fraterna de Jacob y Esaú. Pero cómo olvidar la mejor evocación iconográfica del tema mítico, el «Duelo a garrotazos», de Goya, que remite inmediatamente a esta suerte de arquetipo de pugna eterna: es una imagen mítica que todos reconocemos de forma casi inconsciente y podemos extrapolar desde la literatura al refranero, desde el arte al periódico de hoy. Parece difícil aquí la Tercera España de los neutrales, vale decir, liberarse de los bandos de esta narrativa quintaesencial, entre afrancesados y patriotas, liberales y absolutistas, isabelinos o carlistas y las mil diversas escisiones, facciones y sectas hispanas desde el «illud tempus» del mito.
En fin, no podemos explicar el mito, pero su narrativa nos hace comprender de forma inmediata un tema o tópico clave de la esencia hispana, desde las crónicas medievales a los debates parlamentarios de hoy. Por eso creo que se habla, con toda justicia, del mito de las dos Españas, una maldición de la narrativa popular –y a veces también una coartada para ignorar o atacar al que piensa diferente– tan repetido como inevitable en nuestro imaginario. Ya que seguramente no podrá ser nunca superado, al menos deberíamos tratar de explicarlo racionalmente alguna vez para desactivarlo un tanto…
David Hernández de la Fuente es escritor y Catedrático de Filología Clásica en la UCM.
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