Aquí estamos de paso

Que dejen de ponerse de perfil

Se rasgan las vestiduras los mismos clubes que se ponen de perfil ante la violencia de sus radicales

Tonto y mono, o sea bobo y simio, es lo que parte de la afición del Valencia llamó el domingo al brasileño Vinicius. No es nuevo el cántico racista en los campos de fútbol. En todos, aquí en España, en el Reino Unido, en Francia o en cualquier país. Sucede que en esta ocasión, se han dado unas cuantas circunstancias que han elevado la espuma de la noticia hasta rebasar los bordes nacionales y hasta la CNN se pregunta si en España somos racistas. Pregunta incómoda para nosotros, pero objetivamente ociosa, porque la sociedad española no es racista. Según el último informe de SOS Racismo, en el año 2021 se denunciaron 513 casos de discriminación racista, de ellos la mayoría por parte de instituciones públicas, en forma de retrasos o inatención por la administración o un trato discriminatorio por parte de las fuerzas de Seguridad. Según el Ministerio del Interior se resuelven anualmente unos mil delitos de odio en España, de los cuales alrededor de la mitad están relacionados con actitudes o comportamientos racistas. Mucha intolerancia no indica.

¿Qué ha sucedido en esta ocasión? En primer lugar, que la agresión al futbolista se produjo de forma ruidosa, grupal y en las redes ya antes de empezar el partido. Como espoleados por el pim, pam, pum que se ha convertido en habitual hacia Vinicius, grupos de aficionados del Valencia ya calentaron fuera de Mestalla con aquello de que era un mono. Después, en el campo le llamaron tonto y también mono. Y las redes volvieron a difundir las mismas palabras y los gestos de siempre, imitando los de un simio. Le ha pasado a jugadores como Iñaki Williams, Samuel Eto’o o a Marcos Senna. Pero por alguna razón que acaso tenga que ver con su calidad futbolística o con el carácter bronco del jugador a Vinicius casi siempre le toca.

Como además se trata de un jugador de fama mundial muy amparado y querido en su país, ha salido el presidente brasileño a atizar la lumbre del supuesto racismo de España.

El problema no es nuevo y viene de largo. Y bueno será que el cariz que este caso ha tomado empiece a revertir la tendencia habitual a que el racismo, quien lo alienta y quien mira ante él para otro lado salgan de rositas.

El radicalismo en el fútbol nunca ha sido cortado de raíz por los clubes, más interesados en no herir a una afición leal y comprometida con el equipo que en recortar sus filos intolerantes o violentos. Hoy se rasgan las vestiduras los mismos clubes que se ponen de perfil ante la violencia física y verbal de sus radicales. El código penal sobrevuela lejos de esta realidad, con la excusa de que no se sabe quiénes son los que aúllan, pese a que es difícil creer que los clubes no les tengan perfectamente controlados.

Si fueran los equipos quienes tuvieran que pagar las consecuencias de lo que hace esa afición seguro que se cuidarían muy mucho de controlarla o identificar a los violentos cuando fuera necesario.

No digo yo que no lo hagan. Llega un momento en que no tienen más remedio. Pero un buen cierre de instalaciones o una buena multa ante comportamientos masivos –minoritarios, pero masivos al fin– seguro que ayudaba a que esta repugnante violencia consentida acabara ya de una maldita vez. Donde tiene que acabarse, en los campos.