El ambigú

El reino de Nadie Fue y los eternos honorables

No se puede permitir que el poder desacredite al juez cada vez que la aplicación de la ley le incomoda

En el reino de Nadie Fue, nadie era culpable de nada. No porque los delitos no existieran –de hecho, abundaban–, sino porque siempre, invariablemente, los responsables eran declarados inocentes por decreto moral de su propio entorno. Allí, frente a cada imputación, el poder reaccionaba con un argumento inapelable: «Es una persona honorable». La honorabilidad, en ese reino, era una cualidad que no se medía por los actos, sino por el cargo, la militancia o el apellido. Era un escudo. Una indulgencia preventiva. Bastaba con pronunciarla para convertir la investigación judicial en ataque político, la instrucción en persecución, y la sentencia, en conspiración.

Nadie Fue era un país donde la justicia solo era válida si no se tocaba a los de una determinada facción. Si lo hacía, pasaba automáticamente a ser «parcial», «politizada» o «lawfare». Allí, los jueces que imputaban eran puestos bajo sospecha, si los fiscales investigaban eran acusados de «obedecer consignas», y los agentes de Policía que encontraban pruebas eran cuestionados por su lealtad institucional, y a veces se les envolvía en un halo de corrupción para desacreditar sus investigaciones. Como escribió Voltaire: «Es peligroso tener razón cuando el gobierno está equivocado». Y en Nadie Fue, quien decía la verdad era señalado. La corrupción no se negaba: se relativizaba. Se decía que «otros hicieron lo mismo», que «no es para tanto», que «todo está judicializado». La respuesta nunca era aclarar los hechos, sino desviar la atención. Y el relato se volvía previsible: el verdadero culpable no era quien se había beneficiado de la administración pública, sino quien lo denunciaba. La lógica era perversa: el que denuncia los hechos delictivos es el que desestabiliza. En definitiva, el Estado de Derecho se intentaba subvertir: se hacían leyes para proteger al poder, no para limitarlo. Y el daño era enorme, porque en una democracia madura, la investigación no debe generar escándalo. Lo escandaloso debería ser la falta de explicaciones. Como advertía Dostoievski: «Lo insoportable no es la injusticia del crimen, sino la impunidad del criminal».

Cuando se insiste en que los acusados son víctimas y los jueces sospechosos, se degrada la confianza pública en el sistema. Se extiende la idea de que todo es barro, de que nadie es limpio. Y con eso se normaliza lo intolerable. La corrupción deja de ser una excepción para convertirse en paisaje. En un rincón del reino –escondida tras los años– una vieja piedra recordaba: Fiat justitia, ruat caelum (Hágase justicia, aunque se desplome el cielo). Pero en Nadie Fue, hacía tiempo que algunos preferían que el cielo se mantuviera firme, aunque fuera a costa de cerrar los ojos. La justicia no es infalible, pero es esencial. No se puede permitir que el poder desacredite al juez cada vez que la aplicación de la ley le incomoda. No se puede aceptar que las palabras sustituyan a los hechos, ni que la amistad se imponga al derecho. Camus lo dijo con sencillez y firmeza: «Nombrar las cosas mal es aumentar la desgracia del mundo». Es hora de llamar a las cosas por su nombre. Y si alguien es honorable, que lo demuestren los hechos, no los aplausos. En Nadie Fue reinaba en definitiva un ambiente adolescente en el que todo se resolvía con la frase: «La culpa no es mía, la tienen los demás, me tienen manía y me persiguen por ser como soy». Pero al final un niño gritó: «El rey va desnudo» y como si de una general letargia se fuera saliendo, los ciudadanos comenzaron a conocer y a enfrentarse a la realidad. La presente historia es pura ficción y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.