Editorial
De la sede vacante a la incertidumbre
La Iglesia se ha guiado siempre por sus tiempos y se ha conducido por un sentido que en muchas ocasiones ha sido de entendimiento complejo para los fieles y los observadores extramuros
Ni es algo nuevo para la Iglesia católica ni se trata de una circunstancia para la que todos aquellos encargados de adoptar las decisiones de presente y de futuro no se encuentren concienciados sobre la responsabilidad del tránsito que se afronta. Pero es inevitable que la zozobra y la incertidumbre afecten a una comunidad de más de 1.400 millones de católicos en el mundo que se asoma a la sede vacante una vez más tras el fallecimiento de su guía espiritual, el Santo Padre. Hemos escrito y opinado sobre el Pontificado renovador y en fases controvertido de Francisco que afrontó una suerte de puesta al día a los tiempos presentes que, en muy buena medida, estuvo siempre detrás de las razones que impulsaron al cónclave a convertirlo en el portador del anillo del pescador. El perfil del jesuita argentino Jorge María Bergoglio era sobradamente conocido para todos aquellos purpurados que decidieron en su momento promoverlo hasta la cátedra de Pedro y apostaron por el pastor y el liderazgo que precisaban los tiempos. Aquel colegio cardenalicio tenía el sello de Juan Pablo II y Benedicto XVI, sus predecesores, lo que habla de la singularidad de una institución capaz de interpretar su misión en un mundo cambiante y cómo llevarla a cabo. Estamos convencidos que el nombramiento no ha decepcionado a todos los que dentro de la Iglesia aventuraron un tiempo transformador inspirado en el espíritu genuino del Evangelio. Y es por la obra de Francisco, por la singularidad eclesial y apostólica, pero, por encima de todo, por su acento y dimensión social y sinodal en el devenir de la iglesia universal, que crecen los interrogantes sobre la impredecible nueva etapa que se abrirá en unos días. La identidad del sucesor de Francisco en el Ministerio petrino aclarará algunos, pero no los despejará todos. Vaticinar el rumbo de la Iglesia católica es una lotería sin más sentido que el de la especulación que ni siquiera despeja la nómina de los integrantes del colegio cardenalicio. El dato de que el Papa fallecido hubiera elegido aproximadamente el 80% de los purpurados que votarán al próximo pontífice constituye un dato singular que no compromete a la luz de la tradición en una institución con 2.000 años de presencia. En este sentido Francisco fue paradigmático. En todo caso, el dilema del futuro es si la Iglesia dará continuidad al legado de Bergoglio, el de la fraternidad, la solidaridad, la misericordia, pero también el de la transparencia y la ejemplaridad que representó. O bien habrá un respiro, el impasse de una travesía de provisionalidad conciliadora a sabiendas de que los cambios deben ser lentos y progresivos si se pretende que sean duraderos. La Iglesia se ha guiado siempre por sus tiempos y se ha conducido por un sentido que en muchas ocasiones ha sido de entendimiento complejo para los fieles y los observadores extramuros. Un desempeño que se ha resumido en que tiene razones que la razón no entiende. Algo de esa lucidez labrada siglo a siglo debió inspirar la más inesperada de todas las elecciones, la de Francisco, con todas las circunstancias que la encumbraron como pionera en la historia del papado. En un mundo multipolar, con lo que el Papa Francisco definía como una «tercera guerra mundial por fascículos», la Iglesia está llamada más que nunca a ser faro de concordia, a ser puente para el encuentro entre aquellos que tensan de un lado y del otro. Esperamos y deseamos que los cardenales acierten en tiempos tan necesitados de liderazgos morales y comprometidos en un orbe que se asoma al abismo de la guerra, la pobreza y la injusticia bajo corrientes relativistas y deshumanizadoras. Que la Iglesia se robustezca como referente ético reconectado con la sociedad y con la persona en el vértice como vertebradora de la empresa que el siglo XXI demanda.