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Tribuna

El singular tropiezo de Elías Stadiatis

Pasados unos meses, con Stadiatis convertido en el héroe del descubrimiento, otro hombre tropezó con lo que, con el tiempo, se convertiría en uno de los mayores enigmas del mundo clásico

El singular tropiezo de Elías StadiatisBarrio

Siempre que viajo a Grecia me acuerdo del bueno de Elías Stadiatis. Desde hace años ese nombre ilumina mi particular lista de helenos ilustres, entre los que figuran Parménides de Elea, Platón o Vangelis. Sin embargo, a diferencia de estos, a Elías apenas se lo menciona en los libros de Historia. Él solo fue un pescador de esponjas de bigote enorme. Uno que, cinco días antes del Domingo de Pascua de 1900, el 4 de abril, emergió de las aguas que separan la isla de Creta de la de Anticitera, con el rostro pálido de terror, balbuciendo algo rarísimo al capitán Kondos. Su historia sería el arranque perfecto de una novela que no me decido a escribir: el barco de Dimitrios Kondos tuvo que refugiarse de una tempestad en el pequeño puerto de Potamos, y sus inmersiones en busca de conchas, perlas y esponjas se tuvieron que posponer. Sin embargo, cuando el tiempo amainó y la marea dio tregua, decidieron echar un vistazo a unas aguas que no habían explorado antes.

Fue entonces cuando Stadiatis vio lo que vio: a unos treinta metros bajo la superficie atisbó un cementerio de restos humanos y caballos podridos. Brazos, pezuñas y torsos –¡decenas de ellos!– se asomaban entre fragmentos de lo que parecía un pecio. El bigotudo lo contó entre temblores, lo que provocó que varios de sus compañeros se lanzaran al agua para ver «el horror» con sus propios ojos. En realidad, no era un campo de cadáveres, sino los restos de un barco del siglo I a.C. cargado de mármoles, bronces y objetos preciosos. Los hombres de Kondos distinguieron cuatro corceles de piedra y treinta y seis estatuas de dioses y héroes, entre ellos un Hércules, un Ulises y un Apolo. Durante semanas, y ayudados de cestas atadas a cuerdas, fueron izando lo que pudieron y comunicándolo desde el único telégrafo de la isla. No fue fácil. Aquello se convirtió en la primera excavación submarina de la historia. Los buzos, a pulmón, no podían sumergirse más de dos veces al día, así que decidieron fondear en la zona y extraer lo que buenamente pudieran.

Pasados unos meses, con Stadiatis convertido en el héroe del descubrimiento, otro hombre tropezó con lo que, con el tiempo, se convertiría en uno de los mayores enigmas del mundo clásico: una masa betuminosa, del tamaño de un tomo de enciclopedia, de aspecto más bien anodino. Aquella suerte de «ladrillo» se olvidó en los sótanos del Museo Arqueológico de Atenas, hasta que durante uno de sus traslados se partió por la mitad y dejó ver su contenido. Era un extraño sistema de ruedas dentadas, inédito para un objeto de dos mil años de antigüedad. El asombro aún tardaría en dar paso a los primeros análisis, en los años setenta. Con ayuda de un radiólogo, Charalambos Karakalos, se determinó que la pieza debía poseer al menos treinta engranajes. Sus radiografías bidimensionales no pudieron concretar cuántos, ni tampoco para qué podrían haber servido. Pero fue entonces cuando el responsable de aquella investigación, el doctor Derek J. de Solla Price, sugirió que ese tren de ruedas dentadas de hasta un milímetro de longitud, predecía posiciones del Sol, la Luna y los planetas, en un día cualquiera, pasado o futuro. Si estaba en lo cierto, aquel bulto era algo así como la primera computadora de la Historia. Lo tomaron por loco.

Nadie volvió a examinar la máquina a fondo hasta 1990. Aplicándole las entonces innovadoras técnicas de tomografía en 3D, se censó el número total de ruedas y dientes, y se empezó a trabajar en su función. Fue entre el 2000 y 2005 cuando saltaron todas las alarmas: imágenes en alta resolución revelaron que aquel ingenio tuvo en algún momento dos cubiertas que lo protegieron y los ordenadores identificaron sobre ellas ¡un texto en griego clásico! En 2016, con esos datos sobre la mesa, un profesor de astronomía de la Universidad de Nueva York, Alexander Jones, confirmó que se trataba de las instrucciones de uso para un ingenio que predecía eclipses solares y lunares, calculaba los movimientos del Sol, Venus, Saturno, Júpiter, Mercurio y Marte, gracias a un complejo sistema de 69 ruedecillas.

El «loco» de De Solla Price tenía razón. Incluso encontró un texto de Cicerón (106-43 a.C.) en el que el célebre filósofo atribuía a Arquímedes (287-212 a.C.) una máquina que podía hacer todo eso «mediante un solo artefacto», y aunque no pudo demostrar que el artilugio de Anticitera fuera ese preciso objeto, los historiadores tuvieron que abrirse a la idea de que los griegos desarrollaron algún tipo de ingeniería astronómica avanzada. Un saber que, por alguna razón, se ocultó, y del que el objeto rescatado en 1900 debió ser un producto muy perfeccionado.

Este verano honraré a Stadiatis una vez más. El «cementerio» que descubrió está hoy expuesto en el Museo Nacional de Arqueología de Atenas y pienso revisitarlo en breve. Allí descansa también la máquina. Sé que contemplarla en su vitrina avivará en mí todas esas leyendas griegas que hablaban de autómatas y artefactos como el gigante que dicen que custodió las costas de Creta, justo delante de Anticitera, y me hará –lo sé– replantearme esa novela que nunca he llegado a arrancar.

Gracias a Stadiatis, aún albergo la esperanza de que algún día tropecemos con las piezas del robot Talos y que, en vez de novela, termine escribiendo un ensayo. Nada me complacería más.

Javier Sierraes premio Planeta de novela y autor de «El plan maestro».