Con su permiso

Solidarios

El testimonio de Mercedes, sus notas a pie de barro, vuelve a marcar la distancia entre las calles enlodadas y la moqueta. Inmensa. Inabarcable. Inaceptable

Mercedes no es un personaje de ficción. Existe. Vive y sufre. Es joven, estudia Periodismo y acaba de regresar de la Valencia devastada.

Esta página semanal se nutre habitualmente de historias de la calle o la política que el firmante reubica en el corazón o la vivencia de un hombre o una mujer ficticios para que hable sobre ellos. Es el viejo recurso a un personaje inventado a través de cuyos ojos el autor deja caer su opinión o su mirada propias.

Este sábado, amiga amigo lector, el personaje no es ficticio. En realidad es él -ella en este caso- quien ha escrito el texto de esta página. Me lo mostró hace unos días al salir de clase. Me conmovió. Era la verdad de un corazón solidario bombeando desde el dolor la energía suficiente para sobreponerse a lo que contemplaba y actuar en la dirección correcta. Y además expresarlo. Escuchó, anotó y quiere contar.

En este momento en que se mantiene tenso y vivo el músculo infame de las mentiras, el fango sobre el fango de Valencia, y lo hace además golpeando con su basura mentirosa a una organización como Cruz Roja, cuya acción decidida y solidaria recaudó más de 75 millones en dos semanas, acaso resulte saludable conocer, desde su propia pluma dolorida y atenta, la mirada conmovida de los voluntarios. De una voluntaria. No es de Cruz Roja, pero sabe que estaban allí y les movía y sentían lo mismo que ella, Mercedes.

Esto es lo que vio y escuchó. Sin filtros, entre «aquella masa marrón, espesa, síntesis de cadáveres, coches y todo lo que aquel martillazo de toneladas de agua se llevó por delante. Cogimos las palas y cepillos y volvimos al tajo. En el camino vimos a dos chicas con mono blanco, seguramente voluntarias, hablando con una mujer y un chico joven, su hijo. Llevábamos en las mochilas material de limpieza para repartir en puntos de recogida y casa por casa si fuera necesario; nos acercamos a ellos. ¿Necesitan algo? Si, claro, respondió la madre agradecida. La riada les había dejado sin nada. Pensé entonces en cómo se tiene que sentir alguien que frente a su casa ahogada recibe ayuda de personas desconocidas que hace apenas unos días estaban igual que ella. ¿Le hará sentirse mal tener que recibir ayuda? Nos quedamos hablando con ellos. Yo con el corazón en un puño desde el primer momento, con la lágrima empezando a caer en la segunda frase. Nos contó cómo veía desde el balcón de su casa la corriente chocando contra la esquina, arrastrando todo lo que se encontraba por la calle. Llamó a un chico que estaba dentro del coche, negándose a salir con la esperanza de no perderlo. Salió a por él y lo refugió en su salón. Mientras, le llamó la vecina de una casa pegada a la suya para que recogiera a su madre que no podía salir mientras el agua trepaba a toda velocidad por las paredes. La subió también a casa. Pasaron la riada en su salón tres desconocidos.

Días después supieron que la corriente arrastró a la madre y a la abuela de un amigo de su hijo. A la abuela la encontraron más tarde semienterrada, y de la madre aún no hay noticias.

Una piscina medio sólida con peces de escombros irreconocibles por el color del lodo cubría el asfalto de todas las calles.

Hay que tener esperanza, me decían. Como los vecinos de al lado, que perdieron la casa, el coche y el negocio, una pizzería en la plaza del pueblo. Les pilló la riada en el local. Bajaron el cierre para intentar evitar la entrada de agua pero fue inútil. Cada vez entraba más y más. Cuando ya les llegaba por la cintura, entre la corriente, la fuerza del agua chocando contra el cierre metálico, consiguieron, a base de una dosis de adrenalina inmensa, levantarlo y escapar buceando mientras soportaban los golpes de todo lo que arrastraba la corriente. El sentimiento de aquella pareja, que había perdido la casa, los coches y el establecimiento que les daba de comer, era de desesperación, de incertidumbre, de miedo…De todos los sentimientos y emociones negativas que en el cuerpo habita. Sólo les consoló no haber perdido ninguna vida cercana».

Y Mercedes limpió, llevó comida a personas mayores, distribuyó material de limpieza y dio abrazos. Y lloró. Y quiere volver porque siente y cree que sigue siendo necesaria.

Hay una fuerza inmensa y generosa en la solidaridad que sigue siendo el consuelo de los que aún no lo encuentran porque lo han perdido todo. Un vigor anímico que parece estar moldeando un concepto de liderazgo nuevo y poderoso. El que faltó en los primeros días del desastre, el que ahora encabezan el Ejército, la Policía, la Guardia Civil y organizaciones como Cruz Roja, el que aún se echa de menos en una élite política a la que parecen sobrepasar los acontecimientos cuando rompen las paredes de la rutina y se salen de su marco de cómoda gestión de la normalidad.

En los momentos críticos se ve el pelaje del personal. El testimonio de Mercedes, sus notas a pie de barro, vuelve a marcar la distancia entre las calles enlodadas y la moqueta. Inmensa. Inabarcable. Inaceptable.

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IlustraciónPlatónLa Razón