Tribuna

En términos de propuestas: la mejora de la Universidad pública desde la autocrítica

Sin esa amplitud de miras será difícil abandonar las infructuosas inercias fragmentarias que amenazan convertir la universidad en un ente aislado, desnortado y vulnerable frente a las exigencias y las necesidades de nuestra sociedad, a la que se debe

David Hernández de la Fuente, Faustino Martínez Martínez y Nuria Sánchez Madrid

Últimamente se habla mal de la Universidad pública madrileña. Pero, después de rechazar algunas descalificaciones injustificadas, también es tiempo para la autocrítica honesta, al modo de lo que proponía el estoico Epicteto: hablan mal de nosotros, sí, pero pensemos que «ignoran el resto de nuestros defectos, o no habrían mencionado solamente estos». Este dictum podría aplicarse a ciertas dolencias endémicas de la academia: falta de racionalización administrativa, precarización creciente del profesorado, potenciación de servicios prescindibles e infradotación de otros indispensables, obstáculos a la transferencia y maltrato de la divulgación en evaluaciones de investigación, irrelevancia de las políticas de comunicación, etc. Pero hoy procede centrarnos, como prioridad, en la necesaria cohesión intergeneracional para la gestión universitaria entre docentes, personal de servicios y estudiantes. Una entidad colectiva requiere de soluciones que también lo sean.

Los tres grupos hacen universitas studiorum y se perfeccionan de la mano de una personalidad institucional que genere autoridad pública hacia adentro, pero también hacia fuera. Y los tres entrarán en crisis cuando ese carisma colectivo falte. Muchas han sido las ocasiones perdidas y siguen siendo numerosas las tareas por acometer. Si echamos la vista atrás es inevitable recordar que muchos de los lodos que amenazan actualmente a nuestra universidad estaban ya anunciados por diversos barros que debieron ser atajados hace décadas. Reflexionar sobre algunos de ellos puede contribuir a formar una conciencia más clara de los problemas y proponer soluciones.

En primer lugar, salta a la vista la conveniencia de componer nuestros equipos de gobierno rectoral atendiendo de manera equilibrada a la representación de diversas facultades y disciplinas, sin caer en desequilibrios que privan a los órganos decisorios del talento que diferentes ámbitos del saber pueden aportar al bien común. Algo nos dice que –como en la reciente y lamentable decisión gubernamental de prescindir de las áreas humanísticas en la elección de asesores ministeriales que denunciaba la profesora Lola Pons– hay tendencias incomprensibles que apuntan a relegar a las humanidades lejos de las esferas de decisión. La interdisciplinariedad no debe ser solamente una bella palabra, sino concretarse en la gobernanza. Cuerpos ejecutivos dotados de una articulación epistémica compleja habrían permitido, por ejemplo, gestionar con amplitud de miras los recursos disponibles y responder a las diversas crisis vividas en los últimos años con ayuda de los activos que poseemos, sin caer en el negacionismo de los problemas ni en la improvisación sistemática, con la merma de credibilidad que esto supone ante la opinión pública y nuestros estudiantes, actuales o potenciales. El ejemplo de la pandemia es paradigmático: a una crisis de tal intensidad y complejidad no se le podía dar una sola respuesta sanitaria o jurídica, sino también profundamente ética para preparar un repertorio de soluciones capaz de cubrir todos los frentes posibles. ¿Acaso seguimos pensando que la ciencia debe ser neutral y no tener una ética?

Otra cuestión que cabe lamentar es la ausencia en las últimas décadas de planes sostenibles para generar un tejido robusto de alumni, no solo con el fin de suministrar donaciones y fondos extraordinarios a la universidad –pensamos, por ejemplo, en la Complutense, que conocemos mejor–, sino para contar con este nutrido cuerpo de egresados como embajadores itinerantes de su proyecto intelectual, que permita a su vez atraer a los y las jóvenes de todo el país a nuestras aulas y laboratorios. Si se permite la expresión, se impone un proselitismo universitario y, por ello, crítico, honesto y humano. Debería estar asociado a este propósito la inversión en campañas informativas de ámbito internacional para motivar a estudiantes extranjeros a realizar aquí sus estudios universitarios de grado y posgrado. La Universidad madrileña –con nuestro ejemplo más cercano, de nuevo, a mano, con su historia, edificios, dinamismo y creatividad–, posee atractivos indudables y suficientes para ir más allá de banales campañas de marketing a la hora de presentarse ante la sociedad.

Otro aspecto que nos parece imprescindible para el futuro de la universidad madrileña remite al establecimiento de una conversación estable y fructífera con las autoridades administrativas –entendiendo la carta conjunta de las 6 universidades públicas de nuestra Comunidad como punto de encuentro–, que necesariamente debe dar paso a una evaluación sosegada de las necesidades concretas de cada una de ellas, atenta a la singularidad de sus respectivas estructuras. Hay que lamentar que muchas veces se haya entendido el gobierno de la universidad como un ejercicio de mera lucha por el poder y su gestión como algo ajeno al intercambio de ideas con equipos anteriores, que atesoran una imprescindible experiencia derivada de crisis pasadas. Habría que desterrar esta actitud y proteger el bien común de la institución –consciente además de los dilatados periodos de mandato que marca la LOSU para los Rectores–, a fin de adoptar una mirada más ambiciosa y transversal, atenta a la existencia de distintas sensibilidades en nuestras universidades, como evidencian los diversos equipos de gobierno que han pasado por ella, tanto en lo ideológico como en lo académico. Sin esa amplitud de miras será difícil abandonar las infructuosas inercias fragmentarias que amenazan convertir la universidad en un ente aislado, desnortado y vulnerable frente a las exigencias y las necesidades de nuestra sociedad, a la que se debe. Y esto por mencionar, como querría el muy autocrítico Epicteto, solo algunos aspectos en los que la Universidad «necesita mejorar». Nada mejor que comenzar 2025 con algunas propuestas de mejora concreta, siguiendo la noción del progreso estoico. Un progreso que ha de verse como un instrumento de pasado y futuro a la par, de previsión y custodia del saber.