
Con su permiso
El tiempo y la ballena
La banalidad de lo inmediato es la cara be de la derrota que lo urgente ha infligido a lo importante
Le conmueve a Adriana la imagen de ese Jonás contemporáneo que distribuyen estos días las redes sociales. Es un chaval de veintipocos años que navega en kayak por el estrecho de Magallanes, en la Patagonia chilena. En una canoa, solo, sobre las heladas aguas de Punta Arenas. A quién se le ocurre. Qué necesidad, se dice ella, aunque sabe que la respuesta está en el afán de aventuras, de experiencias que rasguen la rutina y le enseñen a uno o a una hasta dónde puede llegar. A ella también le ha hecho tilín alguna vez eso de adentrarse en mundos desconocidos por ver qué se siente y qué se puede hacer allí. El caso es que el joven, que es venezolano y lleva detrás a su padre en una embarcación grabando la aventura, nota de repente un golpe inesperado y al instante una extraña blandura viscosa que lo abraza e introduce en una oscuridad húmeda. Se lo acaba de comer una ballena. Son segundos, porque al poco tiempo regresa a la superficie donde su padre, con una serenidad tan insólita como la escena que presenciamos, le llama a la calma hasta que él consigue acercarse y rescatarlo. La ballena para entonces ha desaparecido. No llegó el joven al vientre, como Jonás, que se tiró allí dentro tres días con sus noches, pero vivió una experiencia de naturaleza terriblemente impactante. Lee Adriana a una experta que dice que es normal que el animal lo expulsase como si fuera un hueso de aceituna: no tiene su organismo capacidad para tragarse a una persona. Estaría comiendo su plancton tranquilamente, sin percatarse de que sobre él navegaba un ser humano, y se encontró con la sorpresa como usted o yo podemos encontrarnos un tropezón de hueso en la sopa de pollo. Quizá con la diferencia de que la ballena es pacífica, no depredadora y no tiene ningún interés en ir por ahí devorando más que sus pececillos y sus criaturas de superficie marina.
Le parece a Adriana que el episodio puede ir más allá de un inopinado y venturoso encuentro, de un diálogo a dos bandas entre el hombre y la naturaleza, para vestirse de metáfora y presentarse ante nosotros como ejemplo del estilo y talante de este tiempo de consumo rápido y alergia a lo diferente. Nos pasamos el día tragando y expulsando, masticando sin digerir ni saborear, desechando lo que desconocemos sin darle a la vida ni a la conversación oportunidad de experimentar algo tan hermoso y humano como equivocarse y aprender. Los códigos de la naturaleza son estrictos porque rigen la supervivencia. Pero los nuestros, desarrollados en siglos de civilización y cultura, deberían ser más anchos y abiertos. Para crecer. Para aprender. Para seguir progresando. El cetáceo necesita deshacerse de inmediato de algo que se sale de su conocimiento y su rutina, porque para él el tiempo sólo es un elemento con el que juega para sobrevivir. El poco que ha tardado el joven venezolano en regresar a su mundo ha marcado también su posibilidad de vivir o morir. Pero fuera de ese episodio de naturaleza viva, de juego de fuerza y tiempo entre la vida y la muerte, hay un manejo de los ciclos solares, de la luna, de las horas y las semanas, de los meses de gestación que desde aquellos humanos cazadores y recolectores, nos enseñó el valor de domesticar el tiempo. Recuerda Adriana haber escuchado a José Luis Sampedro corregir a Benjamin Franklin en aquello de que el tiempo era oro. No, sostenía Sampedro, el tiempo no es oro, es vida. Disponer de él, regularlo, hacerlo nuestro tanto como sea posible, es uno de los logros evolutivos más felices del género humano. Es lo más nuestro que tenemos, lo que más dicha nos procura, lo más estimulante. Que nos lo roben, es desolador; conseguirlo, un triunfo.
Pero le parece a Adriana que hoy se está depreciando sin que nos demos cuenta o queramos concederle importancia. Todo va deprisa, todo requiere respuestas, todo se sustancia en un pis pas de frases cortas y caldos sin fundamento.
La banalidad de lo inmediato es la cara be de la derrota que lo urgente ha infligido a lo importante. Sin apenas respirar vamos del corazón a los asuntos y de los asuntos al corazón sin saber en qué etapa del viaje estamos. La rápida operación de la ballena tiene todo el sentido del mundo en el escenario natural de la supervivencia. Nuestra presente tendencia a la creciente velocidad de consumo, de todo tipo de consumo, incluso el cultural es un ejercicio de decadencia que de mantenerse nos llevará cerca de la frontera de la estulticia. Entretenidos en la velocidad de consumo, alejados de la contemplación de lo que somos y tenemos, de la serenidad de la conversación cercana, de apreciar el poder del silencio, nos estamos haciendo pequeños y pobres; cambiando los tequiero por megusta, el clic por los abrazos, lo bien hecho por lo rápido y lo valioso por lo nuevo, estamos desechando oportunidades de aprender y crecer. De vivir, le parece a Adriana.
Quizá sea pesimista, pero lo del chico y la ballena se le antoja buena metáfora de este tiempo. Con una diferencia nada menor. No está segura de que este mundo vaya a tener la buena suerte del muchacho.

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