Tribuna
La tierra baldía
De forma consciente o inconsciente estamos reproduciendo un viejo patrón de violación y destrucción cíclica de la gran diosa madre de la naturaleza –céltica, griega o germánica– simbolizada por el bosque nutricio
Hay un viejo esquema mítico que habla de un paraíso perdido que otrora era frondoso y lleno de vegetación, con exuberancia de frutos espontáneos, riqueza y bienestar, recursos hídricos abundantes, y una edénica sensación de libertad y justicia primigenias. Era el mundo del bosque primitivo, regido por unas divinidades de las aguas, generosas, sensuales y femeninas, que nos protegían a todos los humanos a la sombra de la floresta. Pero sucedió una desgracia: no se sabe bien cuál. Un pecado o una transgresión, la ruptura de un tabú o acaso la invasión violenta de unos guerreros que portaban hierro y fuego. Y la naturaleza fue violada de forma inmisericorde, el paraíso quedó calcinado. Desde entonces se secó la tierra, se convirtió en un yermo baldío e infértil. Y llevamos mucho tiempo arrastrando ese antiguo pecado original.
Así comienza el ciclo mitológico medieval de la búsqueda del Grial que, pese a su apariencia cristianizada que proviene de los tratamientos literarios surgidos en el entorno de los monjes del Císter, remite a un antiguo mito de origen celta. Su momento inicial –la «carencia» o la «falta», en la terminología del folklorista Vladimir Propp– se puede resumir brevemente así: la tierra baldía. En el principio fue el enfrentamiento por la soberanía entre los reyes y la gran diosa tierra, producido por una falta original que hay que resolver de forma satisfactoria. En la leyenda más conocida se trata de sanar la tierra baldía y curar simbólicamente a un rey enfermo, el anciano Rey Pescador, que yace abatido con una herida en el muslo provocada por un golpe fatal, pero muy relacionada con ese pecado original que tiene que ver con la violación de la naturaleza.
Estos días el tema de la tierra baldía, que fue evocado literariamente desde el medievo a T.S. Eliot en la modernidad, parece volver con fuerza a nuestras retinas cuando vemos en los medios el terrible espectáculo de los bosques de Europa en llamas. La crisis actual –climática, energética y ecológica, agudizada por las guerras y el sinsentido de la locura de nuestros días– sigue provocando el problema fundamental de este mito: la tierra baldía, que no producirá vida. Destruimos nuestros bosques, los calcinamos. De forma consciente o inconsciente estamos reproduciendo un viejo patrón de violación y destrucción cíclica de la gran diosa madre de la naturaleza –céltica, griega o germánica– simbolizada por el bosque nutricio. El hermoso bosque mediterráneo del Ática o de Rodas, en Grecia, se quema de forma espantosa: muere la rica fauna que puebla el medio ambiente griego, pero también mueren los hombres y se abrasan sus moradas. Arde también la Hesperia, desde la Magna Grecia, Sicilia y el Sur de Italia. Cómo olvidar las imágenes de los templos o teatros griegos de Italia, en Segesta, rodeados de tierra baldía y ennegrecida. Se quema también la otra Hesperia, tierra de Poniente, España, asolada cada verano por incendios de norte a sur, con tristes ejemplos constantes, desde Galicia al Mediterráneo. No podemos olvidar Castilla, Zamora, con todo el horror vivido en la Sierra de la Culebra crujiendo bajo las llamas. Es la locura humana en su esencia más pura la que nos lleva a quemar el bosque en una lacra cíclica que regresa cada verano –con temperaturas y fiereza cada vez más alta– y acabará produciendo una herida irreparable. No conocemos exactamente las causas. Las razones que se aducen son muchas: falta de recursos o de bomberos, abundancia de avaricia, trastornos individuales o colectivos… o simplemente estupidez. ¿Por qué destruir lo que se ama y lo que nos da de comer? ¿Por qué quemar la madre tierra y el padre bosque? ¿Por qué anhelar la tierra baldía?
En la literatura medieval, los tratamientos más célebres del mito son los de Chrétien de Troyes y Wolfram von Eschenbach, un Román francés y otro alemán: el tema está arraigado en el corazón de Europa. Pero existen también otros testimonios de la antigüedad precristiana de este mito básico para la conciencia europea, desde las Elucidaciones y otras fuentes –irlandesas, galesas…– que entroncan con la leyenda artúrica, hasta buscar el castillo del Grial en los Pirineos o en Montserrat. Es un mito fundacional para la identidad europea, pues funde, por un lado, lo céltico con el cristianismo –convirtiéndose el Grial y la lanza en símbolos relacionados con Cristo– y, por otro, se contamina con la materia de Troya y todo el mundo de la mitología clásica. Por eso lo evoco ahora ante el horror de los incendios. La tierra baldía es un problema de toda Europa. Hay que reclamar una acción común de la Unión Europea, con fondos y recursos abundantes para evitar la destrucción de los bosques. No podemos permitir que Europa se convierta en la tierra quemada, sin la floresta nutricia que da la vida. Urge dedicar plena atención a sanar la tierra baldía.
David Hernández de la Fuentees escritor y Catedrático de Filología Clásica en la UCM.
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